“No se contenten con las pequeñas cosas. Dios las quiere grandes. ¡Si serán lo que deben ser, pondrán el fuego en toda Italia!”. Con estas palabras, según el usual estilo firmo e intransigente, pero siempre maternal, Catalina Benincasa invitaba a la radicalidad de la fe a uno de sus interlocutores epistolares. Es una exhortación que revela el deseo ardiente de la santa de irradiar el Evangelio en el mundo a través del testimonio convencido y creíble de hombres y mujeres convertidos por el anuncio del Resucitado: “Dotada de una fe invicta, podrás afrontar victoriosamente a tus adversarios”, le dirá Cristo en una visión del último día del carnaval del año 1367, en un episodio que los biógrafos recuerdan como las nupcias místicas de Catalina.
Determinada desde niña a casarse con Cristo
Había nacido veinte años antes, el 25 de marzo, en el barrio Fontebranda, siendo la 24ª hija de los veinticinco puestos en el mundo por el tintorero Jacopo Benincasa y Lapa di Puccio de’ Piacenti en una época caracterizada por fuertes tensiones en el entramado social. A la edad de sólo seis años, en un momento en que el papado tenía sede en Aviñón y los movimientos heréticos asechaban la vida de la Iglesia, la niña tuvo la aparición de Jesús vestido de Pontífice. Al año siguiente hizo voto de virginidad, madurando después el firme propósito de perseguir la perfección cristiana en la orden dominicana. Frente a la oposición de sus padres que la querían esposa, Catalina reacciono firmemente: a los 12 años se cortó el cabello y se puso el velo, encerrándose en casa. Entonces la familia le permitió, en el año 1363, que ingresara entre las Terciarias dominicas.
Mamá y maestra, punto de referencia espiritual para muchos
La santa aprendió a leer y a escribir. Y comenzó una intensa actividad caritativa hacia los últimos y – en una Europa lacerada por pestilencias, guerras, carestías y sufrimientos – se convirtió en un punto de referencia para los hombres de cultura y para los religiosos que, siendo asiduos frecuentadores de su celda, serán recordados como “caterinatos”, es decir sus hijos espirituales. Los más íntimos entre ellos la llamaban “mamá y maestra” y se hicieron transcriptores d sus tantas exhortaciones a las autoridades civiles y religiosas: exhortaciones y asunciones de responsabilidad, a veces reproches o invitaciones a la acción, expresados siempre con ternura y caridad. Entre los temas afrontados en sus misivas se destacan: la pacificación de Italia, la necesidad de la cruzada, la reforma de la Iglesia y el regreso del papado a Roma para el cual la santa fue determinante al viajar, en el año 1376, a Provenza para ver al Papa Gregorio XI.
El Papa, “dulce Cristo en la tierra” y su regreso a Roma
Catalina jamás tuvo miedo de volver a llamar al Sucesor de Pedro – a quien definía “dulce Cristo en la tierra” – a sus responsabilidades: reconoció sus faltas humanas, pero tuvo siempre gran reverencia por el vicario de Jesús en la tierra, así como de todos los sacerdotes. Después de la rebelión de una parte de los cardenales que dio inicio al cisma de Occidente, Urbano VI la llamó a Roma. Aquí la santa se enfermó y murió el 29 de abril de 1380, al igual que Jesús con sólo 33 años de edad. Las palabras del apóstol Pablo: “Ya no soy yo quien vive, sino que Cristo vive en mí”, se encarnan en la vida de Catalina que en el año 1375 recibió los estigmas incruentos reviviendo cada semana la Pasión, según relatan los testigos.
Pablo VI la proclama Doctora de la Iglesia
La pertenencia al Hijo de Dios, el coraje y la sabiduría infusa son características distintivas de una mujer única en la historia de la Iglesia, autora de textos como “El Diálogo de la Divina Providencia”, “Epistolario” y su recopilación de “Oraciones”. En virtud de su alta estatura espiritual y doctrinaria, Pablo VI la proclamó Doctora de la Iglesia en 1970. Enamorada de Jesucristo, Catalina escribía: “Nada atrae el corazón de un hombre ¡cuanto el amor! Por amor Dios lo ha creado, por amor su padre y su madre le han dado la propia sustancia, él mismo está hecho para amar”.