5º MEDITACIÓN EN EL RETIRO PRESINODAL

“Autoridad”
3 de Octubre de 2023
P. Radcliffe

No puede haber una conversación fructífera entre nosotros si no reconocemos que cada uno habla con autoridad. Todos estamos bautizados en Cristo: sacerdote, profeta y rey. La Comisión Teológica Internacional sobre el sensus fidei cita a San Juan: «Ahora tienen la unción recibida del Santo, y todos tienen conocimiento.” «Y en cuanto a ustedes, la unción que han recibido de él permanece en ustedes y no necesitan que nadie venga a enseñarles; […] su unción les enseña todas las cosas» (1 Jn 2, 20.27).

Durante la preparación del sínodo, muchos laicos se sorprendieron al comprobar que, por primera vez, se les escuchaba. Habían cuestionado su propia autoridad y se habían preguntado: «¿De verdad puedo hacer algo? (IL B.2.53). Pero no sólo los laicos carecen de autoridad. Toda la Iglesia sufre una crisis de autoridad. Un arzobispo asiático se quejaba de su falta de autoridad. Decía: «Los sacerdotes son todos barones independientes que actúan como si yo no existiera». Muchos sacerdotes también afirman haber perdido toda autoridad. La crisis de los abusos sexuales nos ha desacreditado.

El mundo entero vive una crisis de autoridad. Todas las instituciones han perdido autoridad. Los políticos, la ley, la prensa, todos han sentido cómo se les escapaba la autoridad. La autoridad siempre parece pertenecer a otros: o a los dictadores que están tomando el poder en muchos lugares, o a los nuevos medios de comunicación, o a las celebridades y a los influencers. El mundo está hambriento de voces que hablen con autoridad sobre el sentido de nuestras vidas. Voces peligrosas amenazan con llenar el vacío. Es un mundo alimentado no por la autoridad, sino por los contratos – incluso en la familia, la universidad y la iglesia.

Entonces, ¿cómo puede la Iglesia recuperar la autoridad y hablar a nuestro mundo hambriento de voces que suenen a verdad? Lucas nos dice que cuando Jesús enseñaba, «quedaban impresionados por su enseñanza, porque hablaba con autoridad» (Lucas 4:32). Él ordena a los demonios y ellos obedecen. Hasta el viento y el mar le obedecen. Incluso tiene autoridad para llamar a la vida a su amigo muerto: «¡Lázaro, sal fuera!» (Juan 11:43). Casi las mismas palabras encontramos al final del evangelio de Mateo: «Todo poder me ha sido dado en el cielo y en la tierra«.

Pero hacia la mitad de los evangelios sinópticos, en Cesarea de Filipo, se produce una importante crisis de autoridad, ¡que hace que la contemporánea parezca nula! Jesús dice a sus amigos más íntimos que debe ir a Jerusalén, donde sufrirá, morirá y resucitará. Ellos no aceptan su palabra. Entonces Jesús los lleva a la montaña y se transfigura ante sus ojos.

Su autoridad se revela a través del prisma de su gloria, así como a través del testimonio de Moisés y Elías. Es una autoridad que toca sus oídos y sus ojos, sus corazones y sus mentes. Su imaginación.

¡Por fin ahora lo escuchan!

Pedro es lleno de gozo: es tan bueno estar aquí. Como dijo Teilhard de Chardin, “la alegría es el signo infalible de la presencia de Dios”. Es esta la alegría de la que estaba hablando Hermana Maria Ignazia esta mañana, la alegría de María. Sin alegría ninguno entre nosotros tiene autoridad. ¡Nadie le cree a un cristiano triste! En la Transfiguración, esta alegría surge de tres fuentes: la belleza, la bondad y la verdad. Podríamos mencionar otras formas de autoridad.  En el Instrumentum laboris viene subrayada la autoridad de los pobres. Está la autoridad de la tradición y de la jerarquía con su ministerio de unidad. 

Lo que quisiera mencionar esta mañana es que las autoridades son múltiples y se refuerzan mutuamente. No tiene por qué haber competencia, como si los laicos sólo pudieran tener más autoridad si los obispos tuvieran menos, o los llamados conservadores compitieran por la autoridad con los progresistas. Podríamos tener la tentación de lanzar fuego contra quienes consideramos contrarios a nosotros, como los discípulos del evangelio de hoy (Lucas 9, 51-56). Pero en la Trinidad no hay rivalidad. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no compiten por el poder, como tampoco hay competencia entre nuestros cuatro evangelios.

Hablaremos con autoridad a nuestro mundo perdido si trascendemos los modos competitivos de existencia en este sínodo. Entonces el mundo reconocerá la voz del pastor que los llama a la vida. Examinemos esta escena de la montaña y veamos la interacción de diferentes formas de autoridad.

Bellezza

Primero está la belleza o la gloria. Ambas palabras son prácticamente sinónimas en hebreo. El obispo Robert Barron dijo en alguna parte -y le ruego me disculpe, obispo Bob, si le cito mal- que la belleza puede llegar a personas que rechazan otras formas de autoridad. Una visión moral puede ser percibida como moralista: ‘¿Cómo te atreves a decirme cómo vivir mi vida? La autoridad de la doctrina puede rechazarse como opresiva: «¿Cómo te atreves a decirme lo que tengo que pensar?». Pero la belleza tiene una autoridad que alcanza nuestra libertad interior.

La belleza abre nuestra imaginación a lo trascendente, cuya patria anhelamos. El poeta jesuita Gerard Manley Hopkins define a Dios como aquel «que es Él la belleza, que da la belleza». Santo Tomás de Aquino afirma que revela el objetivo último de nuestra vida, como la diana a la que apunta el arquero (2).

No es de extrañar que Pedro no sepa qué decir. La belleza nos lleva más allá de las palabras. Alguien ha dicho que todos los adolescentes tienen alguna experiencia de la belleza trascendente. Si no tienen guías, como los discípulos tuvieron a Moisés y Elías, ese momento pasa. Cuando todavía era un muchacho de 16 años en un colegio benedictino, experimenté un momento así en la gran iglesia de la abadía y tuve monjes sabios que me ayudaron a comprender. 

Pero no toda belleza habla de Dios. Los dirigentes nazis amaban la música clásica. En la solemnidad de la Transfiguración, se lanzó una bomba atómica sobre Hiroshima como odiosa parodia de la luz divina. La belleza puede engañar y seducir. Jesús dijo: «Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que os parecéis a sepulcros blanqueados: son hermosos por fuera, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia» (Mateo 23, 27).

Pero la belleza divina de la montaña resplandecerá en la Ciudad Santa cuando se revele la gloria del Señor en la cruz. La belleza de Dios se revela de la manera más resplandeciente en lo que parece más feo.  Hay que ir a los lugares de sufrimiento para vislumbrar la belleza de Dios.

Etty Hillesum, la mística judía que se sintió atraída por el cristianismo, la encontró incluso en un campo de concentración nazi: «Quiero estar allí, en medio de lo que la gente llama ‘horror’ y poder seguir diciendo ‘la vida es bella'» (3). Cada renovación de la Iglesia ha ido acompañada de un renacimiento estético: la iconografía ortodoxa, el canto gregoriano, el barroco de la Contrarreforma (¡que no es precisamente mi favorito!). La Reforma fue en parte un choque de visiones estéticas. ¿Qué renovación estética necesitamos hoy para abrir un atisbo de trascendencia, especialmente en lugares de desolación y sufrimiento? ¿Cómo podemos abrirnos hoy a la belleza de la cruz?

Cuando los primeros dominicos llegaron a Guatemala en el siglo XVI, la belleza les allanó el camino para compartir el Evangelio con los indígenas. Rechazaron la protección de los conquistadores españoles. Los religiosos enseñaron a los mercaderes indígenas locales himnos cristianos para cantar mientras se desplazaban por las montañas para vender sus mercancías. Esto allanó el camino para que los hermanos se desplazaran con seguridad por la región que aún hoy se conoce como Vera Paz. Paz verdadera. Pero al final llegaron los soldados y mataron no sólo a los nativos, sino también a nuestros hermanos que intentaban protegerlos.

¿Qué canciones pueden penetrar en el nuevo continente de la juventud? ¿Quiénes son nuestros músicos y poetas? Así que la belleza abre la imaginación al inefable final del camino. Pero, como Pedro, podemos caer en la tentación de quedarnos ahí. Se necesitan otras formas de compromiso imaginativo para bajarnos de la montaña al primer sínodo camino de Jerusalén. A los discípulos se les ofrecen dos intérpretes de lo que ven, Moisés y Elías, la ley y los profetas. O de la bondad y la verdad.

Bondad

Moisés condujo Israel de la esclavitud a la libertad. Los israelitas no deseaban marcharse. Anhelaban la seguridad de Egipto. Temían la libertad del desierto, así como los discípulos temen ir hacia Jerusalén. En Los hermanos Karamazov de Dostoevskij, el Gran Inquisidor afirma que «nada ha sido nunca más insoportable para la humanidad y la sociedad que la libertad… Al final pondrán su libertad a nuestros pies y dirán: ‘Mejor que nos esclavicen, pero aliméntanos'». 

Los santos tienen la autoridad del coraje. Nos desafían a ponernos en camino. Nos invitan a afrontar con ellos la arriesgada aventura de la santidad. Santa Teresa Benedicta de la Cruz nació en el seno de una familia judía observante y, cuando era adolescente, se hizo atea. Pero cuando por casualidad cogió la autobiografía de santa Teresa de Ávila, la leyó durante toda la noche. Afirmó: «Cuando terminé el libro, me dije a mí misma: ésta es la verdad». Esto fue lo que la llevó a la muerte en Auschwitz. Esta es la autoridad de la santidad. Nos invita a renunciar al control de nuestras vidas y permitir que Dios sea Dios.

El libro más popular del siglo XX fue El Señor de los Anillos, de J.R.R. Tolkien. Es una novela profundamente católica. Afirmaba que era la historia de la Eucaristía. Los mártires fueron las primeras autoridades de la Iglesia, porque lo habían dado todo valientemente. G.K. Chesterton dijo: «La valentía es casi una contradicción, porque significa un fuerte deseo de vivir que adopta la forma de una disposición a morir» (4). ¿Tenemos miedo de presentar el peligroso desafío de nuestra fe? Herbert McCabe, OP, dijo: «Si amas, te harán daño, quizá te maten. Si no amas, ya estás muerto». Los jóvenes no se sienten atraídos por nuestra fe si la domesticamos.

«El amor perfecto echa fuera el miedo» (1 Jn 4, 18). El Hermano Michael Anthony Perry, OFM, antiguo Ministro General de los Franciscanos, dijo: «En el bautismo hemos renunciado al derecho a temer» (5). Yo diría que hemos renunciado al derecho a ser esclavizados por el miedo. Los valientes conocen el miedo. Sólo tendremos autoridad en nuestro mundo lleno de miedo si la gente ve que lo arriesgamos todo. Cuando nuestros hermanos y hermanas europeos fueron a predicar el Evangelio en Asia hace cuatro siglos, la mitad de ellos murieron incluso antes de llegar, de enfermedades, naufragios, piratas. ¿Tendríamos nosotros el mismo valor insensato?

Henri Burin de Roziers (1930-2017) era un abogado dominico francés afincado en la Amazonia brasileña. Llevó a los tribunales a los grandes terratenientes que a menudo esclavizaban a los pobres, obligándoles a trabajar en sus vastas propiedades y matándoles si intentaban escapar. Henri recibió muchas amenazas de muerte. Le ofrecieron protección policial, pero él sabía que lo más probable era que fueran ellos quienes lo mataran. Cuando pasé por su casa, me ofreció su habitación para pasar la noche. Al día siguiente me dijo que no había podido dormir por miedo a que vinieran y, en vez de llevárselo a él, ¡me llevaran a mí sin querer!

Así que la autoridad de la belleza habla del final del viaje, de la patria que nunca hemos visto. La autoridad de la santidad habla del viaje que debemos hacer para llegar. Es la autoridad de los que dan su vida. El poeta irlandés Pádraig Pearse proclamó: «Malgasté los espléndidos años que el Señor Dios concedió a mi juventud, intentando hacer cosas imposibles, creyendo que eran las únicas que merecían la pena. Señor, si tuviera esos años, los volvería a malgastar. Los alejaría de mí» (6).

Verdad 

Y luego está Elías. Los profetas son los que dicen la verdad. Él vio a través de las fantasías de los profetas de Baal y escuchó la delgada voz del silencio en la montaña. Veritas, verdad, el lema de la Orden Dominicana. Me atrajo a los dominicos incluso antes de conocer a uno, ¡lo que tal vez fue providencial!

Nuestro mundo se ha desencantado de las verdades: noticias falsas, afirmaciones descabelladas en Internet, locas teorías de la conspiración. Sin embargo, enterrado en la humanidad hay un instinto inestimable por la verdad, y cuando se dice, tiene algún último vestigio de autoridad. El Instrumentum laboris no teme ser honesto sobre los retos a los que nos enfrentamos. Habla abiertamente de las esperanzas y preocupaciones, de la ira y la alegría del pueblo de Dios. ¿Cómo podemos atraer a la gente hacia Aquel que es la verdad si no somos sinceros con nosotros mismos?

Permítanme mencionar sólo dos formas en las que esta tradición profética de decir la verdad es necesaria. En primer lugar, al hablar con verdad de las alegrías y sufrimientos del mundo. En La Española, Bartolomé de Las Casas había llevado una vida mediocre hasta que, en el Adviento de 1511, leyó el sermón de Antonio de Montesinos, OP, que se enfrentaba a los conquistadores y a la esclavitud de la población indígena: » Díganme ¿con qué derecho o con qué interpretación de la justicia mantienen a los indios en esta cruel y horrible servidumbre? ¿Con qué autoridad han hecho estas detestables guerras contra gente que antes vivía tranquila y pacíficamente en su propia tierra?». Las Casas lo leyó, sabiendo que era verdad, y se arrepintió. Así pues, en este sínodo escucharemos a personas que hablarán con sinceridad de «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de hoy» (Gaudium et spes, n. 1).

La verdad también requiere un conocimiento disciplinado que resista nuestra tentación de utilizar la Palabra de Dios y la enseñanza de la Iglesia para nuestros propios fines. «¡Dios debe tener razón porque está de acuerdo conmigo!». Los biblistas, por ejemplo, nos remiten a los textos originales en su extrañeza, en su diversidad. Cuando estaba en el hospital, un enfermero me dijo que ojalá supiera latín para poder leer la Biblia en la lengua original. ¡Yo no dije nada! Los verdaderos eruditos se oponen a cualquier intento simplista de alistar la Escritura o la tradición para nuestras campañas personales. La Palabra de Dios pertenece a Dios. Escúchenlo. Nosotros no poseemos la verdad. Es la verdad la que nos posee a nosotros.

Todo amor nos abre a la verdad de los demás. Descubrimos cómo, en cierto sentido, siguen siendo inescrutables. No podemos apoderarnos de ellos y utilizarlos para nuestros propios fines. Los amamos en su alteridad, en su libertad incontrolable.

Así, en la Montaña de la Transfiguración, vemos cómo se invocan distintas formas de autoridad para guiar a los discípulos más allá de la gran crisis de autoridad de Cesarea de Filipo. Todo esto, y más, es necesario. Sin verdad, la belleza puede ser vacua. Como alguien dijo, «la belleza es a la verdad lo que la bondad es a la comida». Sin bondad, la belleza puede engañar. La bondad sin verdad cae en la el sentimentalismo empalagoso. La verdad sin bondad conduce a la Inquisición. San John Henry Newman utilizó bellas palabras para hablar de las muchas formas de autoridad, gobierno, razón y experiencia.

Todos tenemos autoridad, pero de formas diferentes. Newman escribió que si la autoridad del gobierno se convierte en absoluta, es tiránica. Si la razón se convierte en la única autoridad, se cae en un árido racionalismo. Si la experiencia religiosa se convierte en la única autoridad, gana la superstición. Un sínodo es como una orquesta con diferentes instrumentos, cada uno con su propia música. Por eso la tradición jesuita del discernimiento es tan fructífera. ¡No se llega a la verdad por mayoría, como no se dirige una orquesta o un equipo de fútbol por votación!

La autoridad del líder garantiza ciertamente que la conversación de la Iglesia sea fructífera, que ninguna voz prevalezca sobre las demás y las ahogue. Discierne la armonía oculta. Jonathan Sacks, Gran Rabino de Gran Bretaña, escribió: «En tiempos turbulentos, existe una tentación casi abrumadora para los líderes religiosos de ser polémicos. No sólo hay que proclamar la verdad, sino también denunciar la falsedad. Las opciones deben presentarse como divisiones tajantes. No condenar es condonar». Sin embargo, afirma, «un profeta no atiende a un solo imperativo, sino a dos: orientación y compasión, amor por la verdad y solidaridad continua con aquellos para quienes la verdad se ha vuelto oscura. Preservar la tradición y defender al mismo tiempo a quienes otros condenan es la difícil y necesaria tarea del liderazgo religioso en una era secular» (7).

Todo poder procede de nuestro Dios Trino, Aquel en quien todo es compartido. El teólogo italiano Leonardo Paris dice: «El Padre comparte su poder. Con todos. Y configura todo poder como compartido… Ya no es posible citar a Pablo – «Ya no hay judío ni griego; ya no hay esclavo ni libre; ya no hay hombre ni mujer, porque todos vosotros sinodalidad, sin reconocer que esto significa encontrar formas históricas concretas, para que cada uno se reconozca a sí mismo como poseedor del poder que el Padre ha querido confiarle» (8).

Si la Iglesia se convierte realmente en una comunidad de empoderamiento mutuo, entonces hablaremos con la autoridad del Señor. Llegar a ser una Iglesia así será doloroso y hermoso. 

Esto es lo que exploraremos en la última meditación.

Notas: 

(1) The Golden Echo (El eco de oro)

(2) ST III, 45

(3) An Interrupted Life, Una Vida Interrumpida: The Diaries and Letters of Etty Hillesum 1941 – 43, Diarios y cartas de Etty Hillesum 1941-43 Persephone Books, Londres, 2007, p. 276

(4) Orthodoxy, Ortodoxia, Londres 1996, p. 134

(5) Benotti, p. 66

(6) Citado por el Cardenal Murphy O’Connor, “Fiftieth Anniversary of Priesthood”, “Cincuenta años de sacerdocio” en Daniel P. Cronin, Priesthood, Sacerdocio: A Life Open to Christ, Una vida abierta a Cristo (St Pauls Publishing, Londresd, 2009), p. 134.

(7) “Elijah and the Still, Small Voice”, “Elías y la Voz Quieta y Pequeña” www.rabbisacks.org/covenant-conversation/pinchas/elijah-and-the-still-small-voice

(8) cfr. Leonardo Paris, L’erede, El heredero. A Christology, Una Cristología, Queriniana, 2021, pp. 220-221. Próximamente publicado también en inglés por Brill, con prefacio de Massimo Faggioli

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