«Oh, mi Señor y mi Dios,
aparta de mí todo lo que me aleje de ti.
Oh, mi Señor y mi Dios,
dame todo lo que me acerque a ti.
Oh, mi Señor y mi Dios,
líbrame de mí mismo y concédeme que te posea sólo a ti».
Nicolás nació en el seno de una familia de agricultores en el pequeño pueblo de Flüe, en la región de Obwalden, en lo que entonces era la Confederación de los Ocho cantones de Suiza Central. Aunque fue analfabeto por toda su vida, es considerado uno de los más grandes místicos de la Iglesia universal. Desde muy joven apareció en su corazón una llamada muy particular, una vocación especial. Sin embargo, entre 1440 y 1444 se tuvo que alistar como un soldado que más tarde llegó a ser un oficial y combatió en las guerras que los confederados declararon a los Habsburgo; luego regresó, se casó con Dorotea y tuvieron diez hijos.
En el desierto en medio a los suyos
Habían pasado 20 años y en Nicolás la voz de Dios no se había extinguido en absoluto, todo lo contrario. Él describía esa voz como «la lima que purifica y el aguijón que estimula». Al final el Señor le concedió las tres gracias que le había pedido: la aprobación de su esposa e hijos para convertirse en ermitaño, la gracia de no tener nunca la tentación de desistir, y el milagro constante de vivir sin beber ni comer. A pesar de que su hijo recién nacido sólo tenía unas pocas semanas, Nicolás finalmente dejó su hogar con el objetivo de retirarse a la vida monástica entre las comunidades de Alsacia con las que entró en contacto. Era el año 1467 y para la Confederación Helvética fue un período delicado, una encrucijada como lo era en las rutas comerciales de Europa; también fue el año en que el Cisma de Occidente llegó a su fin. Sin embargo, Nicolás no fue más allá de Liestal, en el cantón de Basilea, para instalarse al final no lejos de su casa, en un lugar escarpado llamado Ranft, donde se construyó una pobrísima celda de tablones, que más tarde fue completada por los lugareños con una capilla. Durante 20 años la gente lo encontraría allí, vestido con indumentos ásperos, descalzo, con el rosario en la mano, alimentándose sólo de Jesús en la Eucaristía. Pero no siempre se quedará en tal soledad.
«Si tengo humildad y fe, no puedo equivocarme»
Su modo de vida despiertó la curiosidad de los habitantes. Muchos se le acercaron para hablar con él, para pedirle consejo o para escuchar las explicaciones de cuestiones religiosas, o incluso para espiarlo. Lo llamaron Bruder Klaus: era el Hermano Klaus que hablaba de manera sencilla, sin un lenguaje erudito, porque su conocimiento de Dios salía de su experiencia vivida y de su corazón. A pesar de su sed de soledad, acogía a todos y difundía el mensaje de la paz, que no era la paz del mundo sino aquella paz predicada por Jesús en el Evangelio: «En todo vale más la misericordia que la justicia», decía. Nicolás dejó su refugio muy pocas veces, y siempre por una buena causa. En 1481, por ejemplo, necesitaban que fuera el intermediario para evitar una guerra fratricida en el país: por su contribución a la Dieta de Stans se le recuerda hoy como «Padre de la Patria». De nuevo, en 1482 fue llamado para resolver la disputa entre Constanza y la Confederación en relación con el ejercicio del derecho en Thurgau y esta otra vez también fue capaz de restaurar la paz. Murió en su celda en su 70 cumpleaños en 1487. Fue canonizado por Pío XII en 1947.