SAN MARCELINO Y SAN PEDRO, MÁRTIRES SOBRE LA VIA LABICANA

Dos árboles de laurel, un bosque que cambia de nombre, un núcleo de catacumbas entre los más célebres del mundo. Huellas de una naturaleza ya desaparecida, que resisten en la tradición escrita y piedras que resisten a los siglos y dan solidez a esa tradición. Las raíces de dos mártires cristianos del cuarto siglo, el sacerdote Marcelino y el exorcista Pedro, afloran aquí, de antiguos martirologios y pasadizos subterráneos excavados en el tufo.

La gran masacre

Es el año 304 y en Roma hace estragos la gran persecución anticristiana querida por Diocleciano. Es la última gran masacre ordenada por la autoridad romana antes de la clemencia de Constantino. El segundo de los cuatro edictos con los cuales Diocleciano planifica eliminar a los cristianos impone, en particular, la prisión para obispos, sacerdotes, diáconos. Muchos son ajusticiados, porque los tribunales tienen la facultad de emitir la sentencia capital. El sacerdote Marcelino acaba en la cárcel. Como tantos, el sacerdote se rehúsa a abjurar de su fe y tantas prisiones se vuelven pequeñas comunidades de creyentes.

El martirio escondido

En la cárcel, Marcelino conoce a Pedro, un exorcista. Juntos anuncian a Cristo y muchos se convierten, piden el Bautismo. Las narraciones hagiográficas, con detalles más o menos legendarios, refieren milagros, como la curación de la hija de su carcelero. Para el juez evidentemente es demasiado, los dos tienen que ser eliminados. Aquí la historia se vuelve más cierta gracias al Papa Dámaso I, que la cuenta algunos decenios más tarde. Marcelino y Pedro son torturados, llevados a un bosque conocido entonces con el nombre de Selva Negra, obligados a la última, cruel humillación – excavar si propia tumba – y luego decapitados. Según la ley se había hecho justicia y el haberse elegido un bosque era una astucia más: oscurecer para siempre el lugar de la ejecución. Pero lo que se había calculado salió mal.

Piedad de una matrona

Una matrona romana, Lucila, llegó a conocer algún tiempo después el lugar del martirio. Encuentra los restos mortales de Marcelino y de Pedro y desde el lugar denominado Selva Negra – que luego se llamó Selva Cándida – los hizo trasladar al cementerio llamado “ad duas lauros”, hoy en la Vía Casilina, quizá porque estaba marcado por la presencia de dos laureles. El Papa Dámaso compuso un verso que mandó colocar en la nueva tumba y, cuando los godos lo destruyeron, el Papa Vigilio hizo que se volviera a poner e insertó los nombres de los dos mártires también en el Canon de la Misa. Luego, tuvo lugar la traslación más o menos lícita de las reliquias, pero las iglesias romanas y las catacumbas, aún hoy abiertas, perpetúan la memoria de dos hombres demasiado grandes para ser eliminados por dos anónimos túmulos escondidos en el entramado de un bosque.

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