Gregorio pronto conoce el sufrimiento cuando con tan sólo dos años pierde a su madre a causa de la peste. El padre, senador de la República de Venecia – donde el futuro santo nació en 1625 – lo envió en 1643 junto con el embajador veneciano Alvise Contarini a Münster, en Alemania, donde se preparaba la paz de Westfalia que pondría fin a la sangrienta Guerra de los Treinta Años. Aquí se produce un encuentro decisivo para la vida del joven Gregorio: con el cardenal Fabio Chigi, futuro Papa Alejandro VII. Después de completar sus estudios en Padua, Gregorio se hizo sacerdote a la edad de 30 años. Alejandro VII lo hace ir a Roma y al estallar la peste le encarga la coordinación de la ayuda a los enfermos, que Gregorio Barbarigo lleva a cabo con mucho amor y dedicación.
Obispo y pastor como San Carlo Borromeo
La confianza de Alejandro VII se renueva al colocarlo al frente de la diócesis de Bérgamo en 1657. Años más tarde, en 1664, se le confiará la de Padua. Su «estilo» será en ambos casos el inspirado en San Carlo Borromeo, un modelo para Gregorio que, antes que nada, vende todas sus pertenencias para dárselas a los pobres. Visita las parroquias de las diócesis que se le han confiado por todas partes, ayuda a los moribundos, difunde entre el pueblo la prensa católica y se aloja en las casas de los pobres. Durante el día enseña catecismo a los niños y por las noches reza. En su corazón central está también la formación de sacerdotes, por la que está profundamente involucrado en el Seminario de Padua, que llega a ser considerado uno de los mejores de Europa.
En Roma, la misión de las Iglesias orientales
Otro momento destacado del compromiso de San Gregorio Barbarigo es la reunificación con las Iglesias orientales. Después de haber sido Obispo de Bérgamo y antes de llevar a cabo su ministerio en Padua, pasó un período en Roma. En 1658 Alejandro VII lo creó cardenal. Años en los que participa en varios Cónclaves. Inocencio XI lo elige como su consejero y Gregorio trabaja para la reunificación con las Iglesias orientales. Estimado por los papas y amado por el pueblo, Barbarigo muere en Padua en 1697 y fue beatificado en 1761. Es proclamado Santo, en 1960 por Juan XXIII, originario de la zona de Bérgamo y uno de los signatarios, años antes, de los llamamientos para su canonización.