«Luego apareció, como un fuego, el profeta Elías, cuyas palabras quemaban como un antorcha»: El Sirácides (48,1) describe así a uno de los más grandes profetas en la historia religiosa del antiguo Israel. Sin embargo, no se sabe mucho sobre su vida. Nació en Tisbe en el siglo noveno a.C, en la época del rey Acab, y dedicó su vida a distanciar a la gente de la adoración de ídolos para conducirlos hacia el Dios verdadero y único, coherente con el nombre que se le dio: Elías significa de hecho: «El Señor es mi Dios».
El precursor de San Juan Bautista
Hombre virtuoso y austero, lleva una capa de piel de camello sobre un simple delantal ajustado a sus costados, prefigurando así, 8 siglos antes, a Juan el Bautista. Dotado de un corazón de guerrero y un intelecto refinado, une en su alma el ardiente fuego de la fe y el celo por el Señor, tanto que Crisóstomo lo define «ángel de la tierra y hombre del cielo». Siglos después, el Catecismo de la Iglesia Católica lo presentará como un modelo de la vida cristiana y de pasión por Dios, «Padre de los Profetas, de la generación de aquellos que buscan a Dios, que buscan su rostro» (CCC, 2582).
El enfrentamiento con los seguidores de Baal
Un ejemplo sorprendente de la fuerza profética de Elías se puede leer en el primer Libro de los Reyes, en el capítulo 18, que cuenta cómo en tiempos del rey Acab Israel estaba cediendo a la seducción de la idolatría: de hecho, adoraba a Baal porque creía que donaba la lluvia y, por lo tanto, fertilidad a los campos, al ganado y a la humanidad. Precisamente para desenmascarar esta creencia engañosa, Elías reúne al pueblo en el Monte Carmelo y le propone hacer una elección: seguir al Señor o seguir a Baal. El profeta invita a más de 400 idólatras a enfrentarse: cada uno preparará un sacrificio y cada uno orará a su propio dios para que se manifieste. Quien responde en el mundo inequívoco es el Señor, «Dios de Abraham, de Isaac y de Israel», que quema la oferta por el sacrificio preparada por Elías en un altar compuesto de doce piedras, «según el número de las tribus de los hijos de Jacob, a quienes el Señor les había dado el nombre de Israel». Así, el corazón de la gente se convierte, de frente a la evidencia de la Verdad. Baal, por su parte, permanece silencioso e impotente porque – y esta es la enseñanza de Elías – «la verdadera adoración a Dios es entregarse a Dios y a los hombres, la verdadera adoración es el amor» que «no destruye sino que renueva y transforma». (Benedicto XVI, Audiencia general 15 de junio de 2011).
El encuentro con el Señor en el Monte Oreb
Una nueva prueba, pero, aguarda al profeta: él, que luchó tanto por la fe, debe escapar de la ira de la reina Jezabel, la idólatra esposa de Acab, que lo quiere muerto. Agotado y asustado, Elías le pide a Dios morirse y se abandona a un sueño ininterrumpido. Pero un ángel lo despierta y le ordena subir al monte Horeb para encontrarse con el Señor. Elia obedece: camina durante 40 días y 40 noches para alcanzar la meta, en un viaje que es la metáfora de la peregrinación y la purificación del corazón hacia la experiencia de Dios.
El silencio sonoro
Como se prefigura, el encuentro con el Señor tiene lugar, pero no de manera sorprendente: Dios se manifiesta, de hecho, en forma de una brisa ligera. Es un «hilo de un silencio sonoro» – como explica el Papa Francisco en la Misa matutina en la Casa Santa Marta del 10 de junio de 2016 – que insta a Elías a no desanimarse, a volver sobre sus pasos para completar su misión. Y el profeta, cubriendo su rostro como signo de adoración y humildad, obedece a la llamada de Dios porque entiende su valor: el de la prueba, la obediencia y la perseverancia. Por lo tanto, una vez más, Elías desafía a Acab y Jezabel, quienes habían usurpado la tierra de un campesino, profetizando sus terribles desgracias hasta el punto de hacer que se arrepientan. El profeta también alivia el sufrimiento y la miseria de una viuda alimentándola y sanando a su hijo, que está a punto de morir. Una vez que cumplió su misión, Elías desaparece, ascendiendo al cielo en un carro de fuego y entrando en la infinidad de ese Dios que había servido con tanta pasión. Su manto permanecerá en la tierra, destinado al discípulo Eliseo en señal de investidura.
Celo profético
Hoy en día, la orden religiosa de los Ermitaños del Monte Carmelo recuerda a este gran Profeta en su emblema en forma de escudo: en él se representa un brazo que sostiene una espada de fuego y una cinta con las palabras «Zelo zelatus sum pro Domino Deo exercitum», es decir, «lleno de celo por el Dios de los ejércitos».