Compartimos un estudio bíblico muy bueno del Padre Luis de Miguel, teólogo español, sobre el evangelio de este domingo. Es un texto largo pero una forma muy interesante de abordar la palabra.
La condición del leproso
En los tiempos de Jesús la lepra era una enfermedad incurable y muy contagiosa. La persona que llegaba a tenerla quedaba terriblemente marcada.
Con el desarrollo de la enfermedad, el leproso se convertía en un ser repulsivo para sí mismo y para los demás. La lepra discurría por diferentes etapas en las que poco a poco la persona iba perdiendo su aspecto humano. Los nervios eran afectados y perdían la sensibilidad, los músculos degeneraban, los tendones se contraían hasta el punto de dejar las manos como garras, se producían ulceraciones crónicas en los pies y en las manos seguidas de la progresiva pérdida de los dedos y finalmente de la mano o el pie enteros.
Debido a la posibilidad de contagio, el enfermo era separado de su familia y de toda vida social. Por esta razón, habitualmente eran compañeros de los muertos y de los endemoniados en las tumbas practicadas en las laderas de los montes.
Pero lo que aun era más doloroso, es que la lepra hacía a las personas ceremonialmente impuras. En algún momento, este hombre habría sido examinado por un sacerdote y diagnosticado como leproso. Desde entonces estaba obligado a vivir al margen del pueblo de Dios y excluido de la vida religiosa de Israel (Lv 13:45-46). Unido a esto estaba la terrible duda que se generaba en el leproso de si tal vez Dios mismo lo rechazaba.
Y al tratarse de una enfermedad incurable en esos días y que conducía por etapas inaplazables a la muerte, se entendía que un leproso era un muerto en vida. El sumo sacerdote Aarón lo expresó con exactitud cuando intercedió por su hermana María: era «como un cadáver, cuya carne estaba medio destruida» (Nm 12:12).
El leproso se acercó a Jesús
Su atrevido acercamiento al Señor, en contra de la Ley y a pesar de la segura oposición y repugnancia de las gentes, indica que había oído o visto bastante del poder del Salvador para despertar en él una fe viva.
(Ro 10:17) «Así que la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios.»
Por otra parte, también es importante notar la actitud de Jesús. Contrariamente a lo que habría hecho cualquier rabino de su tiempo, Jesús no se alejó de él, sino que permitió este acercamiento, e incluso, cuando llegó el momento, también él se acercó al leproso al punto de tocarle para sanarle.
La actitud del leproso ante Jesús
«Rogándole; e hincada la rodilla»: Se presentó ante el Señor con toda humildad, sabiendo que nada merecía. No tenía nada que ofrecer a cambio y por lo tanto se acogía a la gracia del Señor.
«Si quieres»: No hemos de entender una falta de fe, sino la evidencia de una actitud de humildad, de dependencia de su gracia. Tenía una visión maravillosa del poder del Señor, pero aún no conocía su amor y misericordia.
«Puedes limpiarme»: «Limpiar» en lugar de «curar» o «sanar». Esto indica que la lepra se veía principalmente como causa de impureza, más que como enfermedad.
La respuesta de Jesús
«Jesús, teniendo misericordia de él»: Literalmente, la traducción debería ser «habiendo sido conmovido dentro de sí» (en sus «entrañas»). El Señor constantemente tomaba la condición de los afligidos como una «preocupación muy personal».
«Extendió la mano y le tocó»: Una palabra suya habría bastado para consumar el milagro, como en el caso de los diez leprosos que sanó a distancia (Lc 17:11-19), pero, en este caso, «extendió la mano y le tocó». Notemos que el hombre estaba arrodillado delante de Jesús, por lo tanto, cuando dice que extendió su mano, debemos suponer también que se inclinó hacia él. Aquí tenemos un gran contraste entre Cristo y los rabinos. Ellos, por lo general, trataban a los leprosos con bastante menosprecio, hasta tirándoles piedras para que se alejaran de ellos. Pero Cristo nunca los rechazó. En este caso, el Señor permitió que el leproso se acercara, y Él mismo lo tocó.
Fue algo verdaderamente insólito que alguien tocara a un leproso, pues, legalmente, se hallaba después en la misma condición de inmundicia ceremonial. ¿Por qué lo hizo el Señor?
El contacto de la mano del divino Maestro, el primero con un ser humano sano por mucho tiempo, fue la evidencia concreta de que en Cristo hubo no sólo el poder sino el querer; de que no sólo era Salvador potente, sino Amigo amante.
Pero también porque él era el Siervo de Jehová que habría de «llevar nuestras enfermedades» y «sufrir nuestros dolores» (Is 53:4).
«Quiero, sé limpio»
La respuesta no tardó en venir, y con palabras de poder y autoridad, a la vez que de amor y compasión, sanó al leproso.
Y aquí hay algo completamente nuevo en lo que nos tenemos que detener a meditar. Mientras que los sacerdotes del orden de Leví podían examinar al leproso y declararlo limpio en el caso de que hubiera sanado, sin embargo, de ninguna forma podían quitar su lepra. Por otro lado, el sacerdote sólo declaraba limpio al que había sido leproso una vez que había realizado el sacrificio correspondiente y derramado la sangre. Todo esto nos lleva a la conclusión inevitable de que cuando Jesús pronunció estas palabras estaba asumiendo su propio sacrificio en la Cruz a favor de los pecadores.
El milagro
«Y así que él hubo hablado, al instante la lepra se fue de aquel»: El endemoniado fue liberado en forma instantánea (Mr 1:26), la fiebre le dejó a la suegra de Pedro también en forma instantánea (Mr 1:31). Ahora, el leproso es sanado en forma inmediata.
«Y quedó limpio»: Un gran médico decía que la misión de la medicina es «algunas veces, curar; a menudo, aliviar, y siempre consolar». Jesús, como el Médico celestial, lo hizo todo.
Eran muy pocos los casos conocidos de leprosos que hubieran sido sanados: Naamán el sirio , María, hermana de Moisés (Nm 12:9-15). Pero la temible enfermedad, una verdadera muerte en vida en aquellos tiempos, tuvo que ceder ante el Príncipe de la Vida.
No hay límites ni al poder ni al amor del Salvador. Si los hombres se pierden nunca es porque sean demasiado malos o sucios para salvarse, sino porque no quieren acudir a Cristo que puede salvarlos.
Una prohibición
«Le encargó rigurosamente, y le despidió luego»: No es fácil, a primera vista, entender por qué Cristo despidió con tanta insistencia, casi vehemencia, al leproso curado, casi podríamos decir «le echó». Y además esta «amonestación severa» para que no dijera nada a nadie.
¿Por qué le mandó esto el Señor?
Jesús insistía mucho a aquellos a los que sanaba para que no lo divulgasen, porque quería evitar que sus obras de misericordia se convirtieran en un espectáculo barato. Él rehusó convertirse en un mero obrador de milagros y no quiso aceptar la fama relacionada con sus milagros (Jn 6:26-27).
La fama era un obstáculo para realizar el ministerio que realmente tenía importancia. A modo de ilustración podemos recordar la ocasión en que un grupo de creyentes europeos fueron a un país musulmán de África y se reunieron con los hermanos perseguidos en aquel lugar, y en medio de su visita tomaron fotos que más tarde subieron a internet. Sin darse cuenta, y quizá actuando con buenas intenciones, crearon un serio problema a la obra del Señor en aquel lugar y a los hermanos.
Jesús y la Ley de Moisés
«Vé, muéstrate al sacerdote, y ofrece por tu purificación lo que Moisés mandó para testimonio a ellos».
Cuando el leproso sanado fue al templo, los sacerdotes seguramente tuvieron que acudir a la ley para refrescar la memoria en cuanto a la clase de sacrificios que debían ofrecerse cuando un leproso era sanado, pues ya habían transcurrido varios siglos desde que algo así había ocurrido en Israel.
Pero con todo esto, el Señor quería enseñar algunas cosas esenciales.
Primeramente, dejó claro que él respetaba la Ley en todas sus partes hasta que fue cumplida por el Sacrificio que él mismo realizó en la Cruz.
Pero había otra finalidad más en este mandamiento. El Señor pretendía que la vida social y religiosa de aquel hombre en Israel fuera completamente restaurada, y los encargados de hacerlo eran los sacerdotes siguiendo las instrucciones que marcaba la ley.
Al mismo tiempo, el hecho de que el leproso sanado se presentará ante el sacerdote para ser examinado por él, serviría para verificar que la curación había sido verdadera (Lv 13). Y de esta forma el Señor estaba enviando un mensaje claro a los sacerdotes acerca de quién era él. Esta era una de las credenciales que Jesús refirió a Juan el Bautista como evidencia de que él era el Mesías: (Mt 11:3-5) «…¿Eres tú aquel que había de venir, o esperaremos a otro? Respondiendo Jesús, les dijo: Id, y haced saber a Juan las cosas que oís y veis. Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados…». Con esta acción estaba manifestando que el Reino de Dios estaba llegando a ellos.
Pero incluso en el tipo de sacrificio que se debía ofrecer en esa ocasión había algo único que anunciaba la obra de Cristo. A diferencia de otros sacrificios, aquí se requerían dos animales (dos avecillas) en lugar de uno sólo. Una de las avecillas era muerta y su sangre se derramaba sobre la avecilla que quedaba viva. Después la avecilla viva era soltada y emprendía su vuelo al cielo. ¡Qué hermosa ilustración de nuestro Señor Jesucristo que una vez resucitado conservaba las marcas de su muerte, y ascendía glorioso al cielo! ¡Qué poderoso testimonio tuvo que ser para los sacerdotes cuando escucharan de su resurrección y ascensión al cielo!
La desobediencia del leproso sanado
«Pero ido él, comenzó a publicarlo mucho y a divulgar el hecho»
¿Por qué no obedeció al Señor después de ser sanado? ¿Llegó realmente a presentarse al sacerdote?
Suponemos que el hombre tenía el ardiente deseo en su corazón de contárselo a todo el mundo, y lo hizo. Seguro que mientras lo hacía alababa al Señor por lo que había hecho con él, pero sin embargo, la obediencia es la mejor de las alabanzas. Nuestras buenas intenciones y deseos no justifican nuestras desobediencias. El celo no es sustituto de la obediencia.
«Jesús no podía entrar abiertamente en la ciudad»
¡Qué irónico! Antes de ser sanado, Cristo podía andar por la ciudad, pero no el leproso. Ahora que fue sanado, el leproso podía andar por la ciudad, ¡pero no el Señor!
Y el hecho aun adquiere mayor trascendencia cuando pensamos en el hecho de que para que el pecador pudiera ser aceptado por Dios, Jesús mismo tuvo que exclamar en la Cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Mt 27:46).
Gracias por compartir esta reflexión y análisis, realmente muy interesante!! Te invito a que SI te des el tiempo para Leerlo. MUCHAS GRACIAS!!