Los padres de la Iglesia y el nuevo catecismo nos enseñan sobre la conversión y la reconciliación a la luz de la parábola del hijo pródigo.

San Ambrosio: «San Lucas expone sucesivamente tres parábolas: la de la oveja que se había perdido y se encontró; la de la dracma que también se había perdido y se halló y la del hijo que había muerto y resucitó, para que estimulados por estos tres remedios curemos las heridas de nuestra alma. Jesucristo, como pastor, te lleva sobre su cuerpo. Te busca la Iglesia, como la mujer. Te recibe Dios, que es tu padre. La primera es la misericordia, la segunda los sufragios y la tercera la reconciliación».

San Juan Crisóstomo: «Después que sufrió en una tierra extraña el castigo digno de sus faltas, obligado por la necesidad de sus males, esto es, del hambre y la indigencia, conoce que se ha perjudicado a sí mismo, puesto que por su voluntad dejó a su padre por los extranjeros; su casa por el destierro; las riquezas por la miseria; la abundancia por el hambre, lo que expresa diciendo: “Pero yo aquí me muero de hambre”. Como si dijese: yo, que no soy un extraño, sino hijo de un buen padre y hermano de un hijo obediente; yo, libre y generoso, me veo ahora más miserable que los mercenarios, habiendo caído de la más elevada altura de la primera nobleza, a lo más bajo de la humillación».

Beato Isaac de Stella: «Hay dos cosas que corresponden exclusivamente a Dios: el honor de recibir la confesión y el poder de perdonar los pecados. Por ello nosotros debemos manifestar a Dios nuestra confesión y esperar su perdón. Sólo a Dios corresponde el perdonar los pecados; por eso, sólo a Él debemos confesar nuestras culpas. Pero, así como el Señor todopoderoso y excelso se unió a una esposa insignificante y débil… así, de manera parecida, el esposo comunicó todos sus bienes a aquella esposa a la que unió consigo y también con el Padre… La Iglesia, pues, nada puede perdonar sin Cristo, y Cristo nada quiere perdonar sin la Iglesia. La Iglesia solamente puede perdonar al que se arrepiente, es decir, a aquel a quien Cristo ha tocado ya con su gracia. Y Cristo no quiere perdonar ninguna clase de pecados a quien desprecia a la Iglesia. Por lo tanto, no debe separar el hombre lo que Dios ha unido».

CATECISMO DE LA IGLESIA

Tiempo de conversión
1434: La penitencia interior del cristiano puede tener expresiones muy variadas. La Escritura y los Padres insisten sobre todo en tres formas: el ayuno, la oración, la limosna, que expresan la conversión con relación a sí mismo, con relación a Dios y con relación a los demás. Junto a la purificación radical operada por el Bautismo o por el martirio, citan, como medio de obtener el perdón de los pecados, los esfuerzos realizados para reconciliarse con el prójimo, las lágrimas de penitencia, la preocupación por la salvación del prójimo, la intercesión de los santos y la práctica de la caridad «que cubre multitud de pecados» (1 Pe 4, 8).

1435: La conversión se realiza en la vida cotidiana mediante gestos de reconciliación, la atención a los pobres, el ejercicio y la defensa de la justicia y del derecho, por el reconocimiento de nuestras faltas ante los hermanos, la corrección fraterna, la revisión de vida, el examen de conciencia, la dirección espiritual, la aceptación de los sufrimientos, el padecer la persecución a causa de la justicia. Tomar la cruz cada día y seguir a Jesús es el camino más seguro de la penitencia.

1436: Eucaristía y Penitencia. La conversión y la penitencia diarias encuentran su fuente y su alimento en la Eucaristía, pues en ella se hace presente el sacrificio de Cristo que nos reconcilió con Dios; por ella son alimentados y fortificados los que viven de la vida de Cristo; «es el antídoto que nos libera de nuestras faltas cotidianas y nos preserva de pecados mortales».

1437: La lectura de la Sagrada Escritura, la oración de la Liturgia de las Horas y del Padre Nuestro, todo acto sincero de culto o de piedad reaviva en nosotros el espíritu de conversión y de penitencia y contribuye al perdón de nuestros pecados.

438: Los tiempos y los días de penitencia a lo largo del año litúrgico (el tiempo de Cuaresma, cada viernes en memoria de la muerte del Señor) son momentos fuertes de la práctica penitencial de la Iglesia. Estos tiempos son particularmente apropiados para los ejercicios espirituales, las liturgias penitenciales, las peregrinaciones como signo de penitencia, las privaciones voluntarias como el ayuno y la limosna, la comunicación cristiana de bienes (obras caritativas y misioneras).

1439: El proceso de la conversión y de la penitencia fue descrito maravillosamente por Jesús en la parábola llamada «del hijo pródigo», cuyo centro es «el padre misericordioso» (Lc 15, 11-24): la fascinación de una libertad ilusoria, el abandono de la casa paterna; la miseria extrema en que el hijo se encuentra tras haber dilapidado su fortuna; la humillación profunda de verse obligado a apacentar cerdos, y peor aún, la de desear alimentarse de las algarrobas que comían los cerdos; la reflexión sobre los bienes perdidos; el arrepentimiento y la decisión de declararse culpable ante su padre, el camino del retorno; la acogida generosa del padre; la alegría del padre: todos éstos son rasgos propios del proceso de conversión. El mejor vestido, el anillo y el banquete de fiesta son símbolos de esta vida nueva, pura, digna, llena de alegría que es la vida del hombre que vuelve a Dios y al seno de su familia, que es la Iglesia. Sólo el corazón de Cristo, que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos el abismo de su misericordia de una manera tan llena de simplicidad y de belleza.

El sacramento de la reconciliación
1442: Cristo quiso que toda su Iglesia, tanto en su oración como en su vida y su obra, fuera el signo y el instrumento del perdón y de la reconciliación que nos adquirió al precio de su sangre. Sin embargo, confió el ejercicio del poder de absolución al ministerio apostólico, que está encargado del «ministerio de la reconciliación» (2 Cor 5, 18). El apóstol es enviado «en nombre de Cristo», y «es Dios mismo» quien, a través de él, exhorta y suplica: «Dejaos reconciliar con Dios» (2 Cor 5, 20).

1446:Cristo instituyó el sacramento de la Penitencia en favor de los miembros pecadores de su Iglesia, ante todo para los que, después del Bautismo, hayan caído en el pecado grave y así hayan perdido la gracia bautismal y lesionado la comunión eclesial. El sacramento de la Penitencia ofrece a éstos una nueva posibilidad de convertirse y de recuperar la gracia de la justificación. Los Padres de la Iglesia presentan este sacramento como «la segunda tabla (de salvación) después del naufragio que es la pérdida de la gracia».

982:No hay ninguna falta por grave que sea que la Iglesia no pueda perdonar. «No hay nadie, tan perverso y tan culpable, que no deba esperar con confianza su perdón siempre que su arrepentimiento sea sincero» (Catecismo Romano). Cristo, que ha muerto por todos los hombres, quiere que, en su Iglesia, estén siempre abiertas las puertas del perdón a cualquiera que vuelva del pecado.

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