La fe verdadera no es tibia ni cómoda. Nos coloca ante opciones decisivas. No se trata de dejar de amar a los nuestros, sino de amar a Dios por encima de todo, y desde Él, amar más y mejor. La paz que Jesús ofrece no es la que acomoda, sino la que transforma: una paz que nace de la justicia, y por eso mismo, provoca resistencias en un mundo atravesado por la ambición, la corrupción y el egoísmo.
El Evangelio no adormece, despierta. No acomoda, sacude. El discípulo está llamado a salir de sí mismo, a trascender sus propios límites. No se trata de aferrarse a la vida con miedo, sino de entregarla con generosidad. El que se reserva, se pierde. El que se entrega, se encuentra. Porque en el olvido de sí por amor al otro, se descubre el verdadero sentido de vivir.