Judas, como los demás discípulos, también esperaba que Jesús trajera el Reino de Dios de forma inmediata. Soñaba con ocupar un lugar importante, como los hijos de Zebedeo. Imaginaba ese Reino como uno más de este mundo, y quiso alcanzarlo a su manera. A veces, el demonio nos tienta no con cosas malas, sino con cosas buenas, pero por caminos equivocados. El pecado no está en desear algo bueno, sino en buscarlo sin amor, por un camino que no es el de Dios.
Judas no era más pecador ni más interesado que los otros. Todos, de algún modo, terminaron abandonando o negando a Jesús. Todavía ninguno había sido tocado por esa conversión profunda que nace del amor verdadero.
Porque toda traición nace de una herida en el amor, en el vínculo, en el compromiso con un proyecto común. Cuando dejamos de responder al amor, nos alejamos. Cuando no cuidamos los vínculos, nos debilitamos. Y cuando dejamos de creer en el proyecto que compartíamos, la traición empieza a rondar.
Seguir a Jesús es una decisión de amor: amar de verdad, comprometernos con ese amor y caminar unidos en su proyecto. Un discípulo sin amor, sin compromiso y sin claridad, corre el riesgo de caer en la traición, en la desilusión y en el dolor. Podemos tener mil justificaciones, pero la traición siempre deja una herida en el alma.