LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR

La fiesta de la Transfiguración tuvo su origen probablemente en la conmemoración anual de la dedicación de una basílica construida en el monte Tabor para honrar este evento milagroso de la vida de Jesús. Se celebraba ya a finales del s. V. Según una antigua tradición, el episodio de la Transfiguración tuvo lugar 40 días antes de la crucifixión de Jesús; así, la fecha de la fiesta se fijó 40 días antes de la de la Exaltación de la Santa Cruz (el 14 de septiembre). Comenzó a celebrarse en occidente a partir del siglo IX, y fue incluida en el calendario romano por el Papa Calixto III en 1457, en agradecimiento por la victoria de las tropas cristianas contra los turcos, que amenazaban seriamente occidente, en la batalla de Belgrado del año precedente. En el centro de la fiesta está, por supuesto, el misterio de la Transfiguración, que se enlaza con la visión del Anciano sentado sobre el trono de fuego y la aparición del Hijo del Hombre.

Del miedo a la confianza

El relato de la Transfiguración sigue al de la confesión de Pedro en Cesarea y al primer anuncio de la Pasión (cfr. Mt 16, 13 y ss). Nos muestra la razón última por la que siempre vale la pena tener el valor de confesar a Jesús, incluso en los momentos más arduos y difíciles: Jesús es el Señor. La transfiguración, como anticipación de la resurrección, se ofrece como un horizonte que pretende aligerar el miedo e infundir valor para afrontar el camino de la vida.

Unos versículos antes (Mt 16,22) Pedro, al igual que los demás discípulos, se rebela contra la pasión y muerte que Jesús les había anunciado. No podían aceptar seguir a un Mesías cuya vida humana terminaría de esa manera. Es a la luz de este suceso que debe entenderse la experiencia de la transfiguración. Jesús había hablado de su muerte en cruz (cfr. Mt 16, 21 y ss), y de las condiciones para seguirle: «El que quiera venir en pos de mí, que tome su cruz…» (Mt 16,24). Ahora, Jesús trata de ayudar a sus discípulos a comprender que es cierto que sufrirá y morirá, pero que también es cierto que resucitará. En la transfiguración «vive» por adelantado la resurrección, precisamente para preparar a los apóstoles a afrontar el camino de su pasión y muerte.

La montaña

«Los llevó aparte a un monte elevado «, leemos en el Evangelio. El profeta Isaías dice que “sucederá al fin de los tiempos que la montaña de la Casa del Señor será afianzada sobre la cumbre de las montañas y se elevará por encima de las colinas. Todas las naciones afluirán hacia ella” (Is 2,2).

La subida al monte de Jesús y los tres discípulos se hace eco de otras “subidas” y otras experiencias de manifestación de Dios: el monte Horeb/Sinaí (Ex 3,1; 24,12-18), la subida y bajada de Moisés (Ex 19-34), la experiencia de Elías ( 1Re 19,1-18). En la montaña, Jesús revela a sus discípulos que su vida es mucho más profunda que lo que «ven» y lo que «saben».

«Se transfiguró»: el evangelista es muy conciso al relatar este hecho. Sabemos por Lucas que Jesús subió a orar (Lc 9, 28): la transfiguración es, pues, un acontecimiento de oración en el que Jesús muestra su ser Uno con el Padre (cfr. Jn 10,30). Y en este diálogo, durante el que «sus vestiduras se volvieron blancas como la luz «, Jesús se revela como la Luz del mundo (Jn 12,46).

Moisés y Elías

«Se les aparecieron Moisés y Elías, hablando con Jesús»: Elías, padre de los profetas, Moisés, guardián de la ley. En ellos se recoge toda la historia del Antiguo Testamento. Moisés había recibido como regalo diversas manifestaciones de Dios, y fue precisamente a causa de esta intimidad de amistad que su rostro resplandeció (cfr. Ex 34, 29-35). Moisés también anunció a Israel: «El Señor, tu Dios, te suscitará un profeta como yo; lo hará surgir de entre ustedes, de entre sus hermanos, y es a él a quien escucharán» (Dt. 18:15). Asimismo, Moisés ruega a Dios: «Por favor, muéstrame tu gloria» (Ex 33:18); y el Señor le responde: «Ningún hombre puede verme y seguir viviendo» (Ex 33:20-23). En la montaña, con Jesús, Moisés puede ver por fin la gloria de Dios, que es Jesucristo, el «Señor de la gloria» (1 Cor 2,8), Aquel sobre el que «brilla el esplendor de la gloria de Dios» (2 Cor 4,6); Jesús, el nuevo Moisés.

Junto a Moisés está Elías, el padre de los profetas que, habiendo subido también a la montaña, escucha a Dios “en el rumor de una brisa suave» (1 Reyes 19:12). Representa la síntesis ideal de toda la hueste de profetas que cerrará Juan el Bautista, quien es el último profeta, el «nuevo Elías» (cfr. Mt 11,14).

En cuanto a la presencia de Elías y Moisés, es cierto que Jesús debe revelarse a los discípulos; pero también hay un hecho más «humano»: Jesús mismo necesita afrontar su pasión y muerte. Sabe que no puede hacerlo con sus discípulos, que no comprenden. Así que elige a dos «amigos» de gran talla. Dos amigos de la Escritura. Jesús nos sugiere de este modo que hay que saber elegir en quién confiar, porque no todo está al alcance de todos. Los amigos de la Escritura, junto con los santos, que la Iglesia nos indica como «amigos y modelos de vida», pueden ayudarnos con sus escritos y sus ejemplos a comprender el sentido de la vida y a darle una orientación correcta.

La nube

«Vino una nube del cielo…. «: la experiencia del Éxodo sigue siendo el telón de fondo: la extenuante marcha del pueblo por el desierto, guiada por una nube (Ex 13, 21 y ss); la nube en el monte Sinaí (Ex 19, 16); la nube que acompaña al «tabernáculo» (Ex 40, 34-35), que custodiaba «la ley» de Dios; y, por último, la nube que desciende sobre Jesús, que dirá: «Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en Espíritu y en verdad» (Jn 4,23), cuando ya no se necesiten ni montañas ni tabernáculos particulares.

«Él es mi hijo, el amado: ¡escúchenlo!»: en el momento del bautismo, también se oyó la Voz del cielo (Mc 1,11); ahora, esta misma Voz es oída por los discípulos. “Escúchenlo”: es el eco del Shemá -«Escucha, Israel» (Dt 6,4)- y de las palabras de Moisés: «El Señor, tu Dios, te suscitará un profeta como yo de entre tus hermanos. A él le prestarás atención (Dt 18:15)”. La voz en la montaña señala a Jesús, sólo a Él, como a Aquel que debe ser escuchado ahora: Él es la Palabra viva, la Palabra de vida, de verdad (cf. Jn 14,6).

Es bueno estar aquí

Pedro no entiende todo lo que sucede, pero sí una cosa: «Es bueno estar aquí» (Mt 17,4). Este es el impulso humano: cuántas experiencias «bonitas» vivimos también hasta el punto de dejarnos tentar y decir «hagamos tres tiendas…», «paremos el tiempo». Con el riesgo, sin embargo, de perseguir sólo experiencias emocionales que nos hagan incapaces de «bajar de la montaña» para volver allí donde está la vida concreta. Jesús enseña que la escucha activa es la cumbre de la experiencia: «Escúchenlo». Es decir, no podemos seguir bajo la dictadura de las emociones: son necesarias, por supuesto, pero no son suficientes. Sirven para darnos un nuevo impulso, valor… pero nosotros somos más grandes que las emociones. «Es la escucha lo que define al discípulo: no es una cuestión de ser originales, sino de ser servidores de la verdad -recuerda B. Maggioni-. La escucha está hecha de obediencia y esperanza. Requiere inteligencia para comprender, pero también valor para decidir, porque la Palabra te involucra y te arranca de ti mismo”. Dándote lo que tu corazón busca: «Esto os he dicho para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea plena» (Jn 15,11). «¡Señor, qué hermoso!»

«El tarro de harina no se agotará ni el frasco de aceite se vaciará, hasta el día en que el Señor haga llover sobre la superficie del suelo» (Rey.17,14)

Lecturas del Domingo XXXII del Tiempo Ordinario (Ciclo 'B', 2024) –  Comunidad Católica Latina en Bangkok

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