Pensamientos de Benedicto XVI sobre la muerte y la vida eterna.
El sentido cristiano de la muerte
El enigma de la muerte del hombre se comprende solamente a la luz de la resurrección de Cristo. En efecto, la muerte, la pérdida de la vida humana, se presenta como el mal más grande en el orden natural, precisamente porque e algo definitivo, que quedará superada de modo completo sólo cuando Dios en Cristo resucite a los hombres.
Por un lado la muerte es natural en el sentido que el alma puede separarse del cuerpo. Desde este punto de vista la muerte marca el término de la peregrinación terrena. Después de la muerte el hombre no puede merecer o desmerecer más. «La opción de vida del hombre se hace definitiva con la muerte» [4] . Ya no tendrá la posibilidad arrepentirse. Justo después de la muerte irá al cielo, al infierno o al purgatorio. Para que esto tenga lugar, existe lo que la Iglesia ha llamado el juicio particular (cfr. Catecismo , 1021-1022). El hecho de que la muerte constituya el límite del periodo de prueba sirve al hombre para enderezar bien su vida, para aprovechar el tiempo y los demás talentos, para obrar rectamente, para gastarse en el servicio de los demás.
Por otro lado, la Escritura enseña que la muerte ha entrado en el mundo a causa del pecado original (cfr. Gn 3,17-19; Sb 1,13-14; 2,23-24; Rm 5,12; 6,23; St 1,15;Catecismo , 1007). En este sentido debe ser considerada como castigo por el pecado: el hombre que quería vivir al margen de Dios, debe aceptar el sinsabor de la ruptura con la sociedad y consigo mismo como fruto de su alejamiento. Sin embargo, Cristo «asumió la muerte en un acto de sometimiento total y libre a la Voluntad de Dios» ( Catecismo , 1009). Con su obediencia venció la muerte y ganó la resurrección para la humanidad. Para quien vive en Cristo por el Bautismo, la muerte sigue siendo dolorosa y repugnante, pero ya no es un recuerdo vivo del pecado sino una oportunidad preciosa de poder corredimir con Cristo, mediante la mortificación y la entrega a los demás. «Si morimos con Cristo, también viviremos con Él» (2 Tm 1,11). Por esta razón, «gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo» ( Catecismo , 1010).
La vida eterna en comunión íntima con Dios
Al crear y redimir al hombre, Dios le ha destinado a la eterna comunión con Él, a lo que san Juan llama la “vida eterna”, o lo que se suele llamar “el cielo”. Así Jesús comunica la promesa del Padre a los suyos: «bien, siervo bueno y fiel, porque has sido fiel en lo poco entra en el gozo de tu Señor» ( Mt 25,21). La vida eterna no es como «un continuo sucederse de días del calendario, sino como el momento pleno de satisfacción, en el cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos la totalidad. Sería el momento del sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el tiempo –el antes y el después– ya no existe. Podemos únicamente tratar de pensar que este momento es la vida en sentido pleno, sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría» [5] .
La vida eterna es lo que da sentido a la vida humana, al empeño ético, a la entrega generosa, al servicio abnegado, al esfuerzo por comunicar la doctrina y el amor de Cristo a todas las almas. La esperanza cristiana en el cielo no es individualista, sino referida a todos [6] . Con base en esta promesa el cristiano puede estar firmemente convencido de que “vale la pena” vivir la vida cristiana en plenitud. «El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha» ( Catecismo , 1024); así lo ha expresado san Agustín en las Confesiones : «Nos has hecho, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» [7] . La vida eterna, en efecto, es el objeto principal de la esperanza cristiana.
«Los que mueren en la gracia y la amistad con Dios, y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, porque lo ven “tal cual es” (1 Jn 3,2), es decir “cara a cara” (1 Co 13,12)» (Catecismo , 1023). La teología ha denominado este estado “visión beatífica”. Dios «a causa de su trascendencia, no puede ser visto tal cual es más que cuando Él mismo abre su Misterio a la contemplación inmediata del hombre y le da la capacidad para ello» ( Catecismo , 1028). El cielo es la máxima expresión de la gracia divina.
Por otra parte, el cielo no consiste en una pura, abstracta, e inmóvil contemplación de la Trinidad. En Dios el hombre podrá contemplar todas las cosas que de algún modo hacen referencia a su vida, gozando de ellas, y en especial podrá amar a los que ha amado en el mundo con un amor puro y perpetuo. «No lo olvidéis nunca: después de la muerte, os recibirá el Amor. Y en el amor de Dios encontraréis, además, todos los amores limpios que habéis tenido en la tierra» [8] . El gozo del cielo llega a su culminación plena con la resurrección de los muertos. Según san Agustín la vida eterna consiste en un descanso eterno, y en una deliciosa y suprema actividad [9] .
Que el Cielo dure eternamente no quiere decir que en él el hombre deje de ser libre. En el cielo el hombre no peca, no puede pecar, porque, viendo a Dios a cara a cara, viéndolo además como fuente viva de toda la bondad creada, en realidad no quiere pecar. Libre y filialmente, el hombre salvado se quedará en comunión con Dios para siempre. Con ello, su libertad ha alcanzado su plena realización.
La vida eterna es el fruto definitivo de la donación divina al hombre. Por esto tiene algo de infinito. Sin embargo la gracia divina no elimina la naturaleza humana, ni en su ser ni en sus facultades, ni su personalidad ni lo que ha merecido durante la vida. Por esto hay distinción y diversidad entre los que gozan de la visión de Dios, no en cuanto al objeto, que es Dios mismo, contemplado sin intermediarios, sino en cuanto a la cualidad del sujeto: «quien tiene más caridad participa más de la luz de la gloria, y más perfectamente verá a Dios y será feliz» [10] .