BEATO ALFREDO SCHUSTER, ARZOBISPO DE MILÁN

«La gente parece ya no estar convencida por nuestra predicación, pero ante la santidad siguen creyendo, siguen arrodillándose y rezando. La gente parece vivir sin ser consciente de las realidades sobrenaturales, indiferente a los problemas de la salvación. Pero si pasa un santo auténtico, vivo o muerto, todos se apresuran a acoger su figura».

En esta especie de testamento espiritual dejado a los seminaristas cuando estaba a punto de morir, quedó plasmada la doctrina y la esencia de la santidad de Alfredo Ildefonso Schuster, un pastor del Pueblo de Dios que la Iglesia llamó para guiar la diócesis de Milán, y que nunca dejó de ser un monje en su corazón. Estas palabras se cumplieron puntualmente dos días después de haber sido pronunciadas: miles de personas rindieron honor al paso de un hombre verdaderamente santo, durante el cortejo fúnebre que acompañó sus restos mortales desde Venegono a Milán.

Un verdadero hijo de San Benito

Nacido en Roma, hijo del jefe de los zouaves papales, Ildefonso ayudaba de niño como monaguillo en las misas celebradas en un templo cercano al Vaticano. Huérfano de padre, entró como estudiante al colegio de San Pablo Extramuros donde fue instruido por el Beato Plácido Riccardi y Don Bonifacio Oslander. La oración, el estudio, el silencio y la ascesis propia de ese serio clima formativo, provocaron en Ildefonso el deseo de convertirse en monje benedictino en la misma abadía. Su vida monacal progresó velozmente y en pocos años se convirtió en maestro de novicios, prior de clausura y abad ordinario: estos fueron sus años de estudio, en los que sin quitarle tiempo y energía a sus obligaciones, también logró dedicarse al arte sacro, a la arqueología y a la historia monástica y litúrgica de la que era un gran admirador. Se graduó en filosofía en el Colegio de san Anselmo y obtuvo el doctorado en teología. Fue ordenado sacerdote en 1904 y se le confiaron inmediatamente las tareas más onerosas, como el rectorado del Pontificio Instituto Oriental y la misión de Visitador apostólico en Lombardía, Campania y Calabria. En 1926 también dirigió los ejercicios espirituales del entonces arzobispo Roncalli – el futuro Papa Juan XXIII – que celebró su funeral.

De monje a cardenal

En 1929 Pío XI lo eligió como Arzobispo de la arquidiócesis ambrosiana y lo creó cardenal: fue el primero en prestar el juramento de lealtad ante Víctor Manuel III, como estaba previsto en el nuevo Concordato que se acababa de firmar entre Italia y la Santa Sede. Milán lo recibió con los brazos abiertos, a pesar de los años difíciles que se avecinaban. Allí Ildefonso, inspirado por su más ilustre predecesor -San Carlos Borromeo-, fundó la Unión Diocesana de Religiosos y Laicos condecorados por la Sede Apostólica, que agrupaba destacadas personalidades laicas y religiosas que hubieran recibido alguna honorificencia pontificia. Fue un verdadero pastor siempre muy solícito y dedicado a los más pobres: durante 25 años visitó por cinco veces todas las parroquias del territorio, escribió cartas al pueblo y al clero en las que defendía la pureza de la fe y promulgaba sus prescripciones litúrgicas, promovía los sínodos diocesanos y los congresos eucarísticos y trabajaba en la construcción de nuevos seminarios como el de Venegono, donde murió. La gente lo sintió siempre muy cercano y le expresaba su sincero afecto: nadie, escuchándolo, se podía quedar indiferente a sus palabras, pero fue sobre todo con el ejemplo de la fe y de la caridad que Ildefonso transmitió la doctrina y la fe de la Iglesia.

El difícil papel de la Iglesia durante la guerra

En aquel periodo Italia era gobernada por el régimen fascista. Ildefonso, de buena fe, imaginó que sobre la base del concordato del 1929 entre el gobierno fascista y la Iglesia, la ideologìa fascista se habría podido transformar en una ideología evangelizadora, profunda y firmemente cristiana. Las apariencias lo engañaron y no fue así. Ildefonso se dio cuenta de esto ya muy tarde, en 1938, cuando fueron promulgadas en Italia las leyes raciales y antisemitas: en una homilía que pasó a la historia definió el racismo desenfrenado como «una herejía». En 1939 participó en el cónclave en el que el Cardenal Pacelli fue elegido Papa come Pío XII. Entonces estalló la guerra y sucesivamente, en 1945, a la caída de la República Socialista Italiana, Ildefonso propuso un encuentro y negociaciones entre los representantes de los partidos y Mussolini, pero éste prefirió huir. Cuando Mussolini y su gente fueron asesinados y expuestos en Piazzale Loreto, el arzobispo bendijo sus cuerpos, porque «hay que tener respeto por cualquier cadáver». Después de la guerra fue el primer presidente de la Conferencia Episcopal Italiana y en 1954, ya muy extenuado, se retiró a Venegono donde murió el 31 de agosto. Fue beatificado por Juan Pablo II en 1996.

«El tarro de harina no se agotará ni el frasco de aceite se vaciará, hasta el día en que el Señor haga llover sobre la superficie del suelo» (Rey.17,14)

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Diego – 17/11/2024

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He recibido una carta de un joven de Ucrania que escribe: “Padre, cuando recuerde nuestros mil días de sufrimiento, recuerde también los mil días de amor, porque solo el amor, la fe y la esperanza dan un verdadero sentido a las heridas”.

Cuando los niños son acogidos, amados, custodiados, tutelados, la familia está sana, la sociedad mejora, el mundo es más humano.

San Agustín decía: «Si amas la unidad, todo lo que en ella es poseído por alguien, ¡lo posees tú también!».