El Padre no concede cualquier cosa: concede su Espíritu. Ese es el don supremo, la respuesta de Dios a toda oración sincera. No siempre nos da lo que pedimos, pero siempre nos da lo que necesitamos. Nos regala su Espíritu Santo, que es fuerza, consuelo, luz y vida nueva.
Orar, entonces, es entrar en la confianza del Reino, dejarse modelar por el amor del Padre y abrirse a su voluntad, que es siempre más grande que nuestros cálculos.
Esa es la promesa de Jesús: quien se atreve a pedir, recibirá al Espíritu; quien se atreve a buscar, encontrará el Reino; quien se atreve a llamar, verá abrirse las puertas de la misericordia.