Jesús mismo personifica las Bienaventuranzas: pobre, pacificador, misericordioso, perseguido y ahora glorificado en la plenitud de la felicidad. Su vida es el testimonio más claro de que este camino conduce a la verdadera dicha.
Las Bienaventuranzas no son un conjunto de reglas o una lista de obligaciones, sino un retrato de cómo es Dios, de cómo es Jesús y de lo que verdaderamente importa en la vida. No son promesas futuras, sino una realidad gozosa que se experimenta en el presente por aquellos que las viven.
La propuesta de Jesús, el Reino de Dios, ofrece una alternativa para construir un mundo mejor desde lo pequeño, desde lo que la sociedad ignora, desde la semilla de la justicia y la compasión. Esta felicidad ya comienza a disfrutarse en esta tierra, no solo en el más allá.