En este Año Jubilar, se celebrará en las diócesis de todo el mundo la 12ª edición de «24 horas para el Señor», una iniciativa cuaresmal de oración y reconciliación instituida por voluntad del Papa Francisco. Como en ediciones anteriores, el evento tendrá lugar en vísperas del cuarto domingo de Cuaresma, del viernes 28 al sábado 29 de marzo. El lema elegido por el Santo Padre está tomado de las palabras del salmista: «Tú eres mi esperanza» (Sal 71,5).

«TÚ ERES MI ESPERANZA»
P. Salvatore Maurizio Sessa, mdm Biblista y rector de la Iglesia de los Sagrados Estigmas de S. Francisco (Roma)
Tú eres, has sido y por tanto serás mi esperanza. Desde el aquí y el ahora del presente, todas las fases de la vida, incluidas las más extremas y frágiles de la existencia, la juventud y la vejez, son abrazadas por esta deslumbrante expresión de fe fijada en la primera parte del Salmo 71. Son palabras capaces de salvarnos in extremis de cualquier desesperación, de hacernos ir más allá de cualquier muro negro del miedo, de sacarnos de los pantanos de la angustia que quisieran frenar y hundir nuestra vida.
La oración del salmista llega a nosotros recogiendo la experiencia de generaciones de creyentes, para que esas mismas palabras ya sembradas por el Espíritu en nuestros corazones encuentren fuerza, articulación y energía. Para que podamos reconocerlas también nuestras. Como un lenguaje que en realidad ya conocíamos pero que no sabíamos hablar, y he aquí que la misma confesión de fe surge nuevamente de nuestros labios, manando del corazón. Si quisiéramos escuchar el eco original de la expresión hebrea del versículo 5 podríamos decir de manera aún más concisa y eficaz: “Porque tú eres mi esperanza”. Te alabo, te suplico, te ruego que me liberes, oh Señor, porque tú (eres) mi esperanza: lo eres ahora, lo fuiste ayer, lo serás mañana y durante toda la vida. Esta certeza es capaz de fundar y hacer redescubrir el sentido de toda una historia, con sus luces y sus páginas oscuras, y nos hace capaces de afrontar lo que falta para completar nuestra historia, ya sea que tengamos que atravesar el fuego o el agua (cfr. Sal 66,12), a través de duras pruebas, pero nunca más allá de nuestras fuerzas, revitalizados por su gracia (cf. 1Cor 10,13).
Aquí entonces el orante recuerda su juventud (v. 5: “Tú eres, Señor mío, mi esperanza, mi confianza, Señor, desde mi juventud”), incluso mira aún más atrás, piensa en su origen germinal en el vientre materno (v. 6: “En ti he confiado desde el vientre de mi madre, desde el vientre de mi madre eres mi
apoyo: a ti mi alabanza sin fin”): un tiempo de extrema fragilidad, donde la precariedad de la vida naciente ha encontrado prodigiosamente un refugio seguro dentro y fuera del abrazo materno (cfr. v. 7). Pero en realidad ahora entendemos que era Él, el Señor, la roca de la salvación, el hogar acogedor, la fortaleza inquebrantable (cfr. v. 3). ¿Y ahora?
Cada fase de la existencia conoce sus debilidades y nuevas amenazas, nuevos peligros y nuevos obstáculos que afrontar. En el salmo la voz de quien ora es la de alguien que ya es anciano, pero siente que su misión aún no está cumplida: debe anunciar Sus maravillas a las nuevas generaciones (cfr. vv. 17-18). Sin embargo, al experimentar la falta de fuerzas, se encuentra nuevamente indefenso y necesitado
de amor y protección, como cuando era niño. Pero si Dios presidió el milagro de los orígenes, si nos tejió en el seno de nuestra madre y nos formó como un prodigio (cfr. Sal 139,13-14), la certeza es que Él estará a nuestro lado también cuando prevemos el final, incluso el simbólico de toda experiencia de impotencia.
En tales momentos, paradójicamente, se hace presente la verdad del ser humano, hecho de polvo, pero habitado por el soplo divino (cfr. Gen 2,7). Si el final nos asusta, sabemos que Dios ya ha cumplido su promesa de vida en nosotros: en el vientre de nuestra madre éramos niños que aún no podían ser vistos ni tocados, pero desde entonces somos percibidos por nuestros padres como la esperanza de un fruto
maduro que después el nacimiento creó e hizo visible. Dios está presente en la fragilidad de todo comienzo, y por eso la última palabra en nuestra vida nunca será la del fin y el sinsentido. Habrá en Él un nuevo comienzo, si se lo permitimos.
¡Cuánto me ha ayudado esta conciencia en mi servicio pastoral! Saber que nuestra esperanza no son las ideologías, las cosas, las seguridades, ni siquiera las cosas bellas, verdaderas y buenas que podemos experimentar en esta vida, ni siquiera las personas más cercanas a nosotros. Estas no son la Esperanza, pero la hacen presente, son reflejo de ella y nos llevan más allá de ellas mismas para encontrar un Rostro, para entrar en relación con el Viviente, para convertirnos por Él, en hijos en el Hijo. Gracias a estos signos proféticos, también nosotros podemos levantar la mirada y decir al Señor: “¡Tú eres mi esperanza!”.
Esto me ha enseñado, especialmente con los jóvenes, a nunca despreciar la pequeñez y la fragilidad, a ver proféticamente el potencial de cada pequeña semilla de mostaza, a prever y admirar ya la posibilidad y el esplendor de la realización. Y sé que esta luz es una invitación continua a cuidar estos procesos de crecimiento tan delicados. Quizá porque entendí que el Señor fue el primero en pronunciar esa frase: “tú eres mi esperanza”, mirándote a ti y a mí, mirándonos a cada uno de nosotros. Somos la esperanza de Dios, esta fragilidad que Él cuida y con infinita paciencia quiere llevar a su plenitud según su plan. Sentirse mirado así cambia la forma de ver todo, y donde antes sólo veías escombros, ves la posibilidad de construir algo nuevo, donde escuchabas notas discordantes, ahora crees en la promesa de nuevas armonías de comunión fraterna. Y pones manos a la obra: porque la esperanza te da también a ti una maravillosa misión que cumplir.