“Esperar contra toda esperanza”
1 de Octubre de 2023
P. Radcliffe
Cuando el Santo Padre me pidió que predicara este retiro, me sentí muy honrado, pero también nervioso. Soy profundamente consciente de mis limitaciones personales. Soy viejo – blanco – occidental – ¡y hombre! No sé qué es peor. Todos estos aspectos de mi identidad limitan mi comprensión. Por eso les pido perdón por la insuficiencia de mis palabras.
Todos somos radicalmente incompletos y nos necesitamos mutuamente. Karl Barth, el gran teólogo protestante de los católicos escribía ‘y / y’. Por ejemplo, Escritura y tradición, fe y obras. Se dice que lo llamó la «maldita ‘e’ católica», «das verdammte katholische ‘Und'». Así que rezo para que cuando nos escuchemos unos a otros en las próximas semanas y discrepemos, podamos decir a menudo «Sí, y…» en lugar de «No». Este es el camino sinodal. Por supuesto, a veces el «No» también es necesario.
En la segunda lectura de la Misa de hoy, San Pablo dice a los filipenses: «llenen mi alegría con la unión de sus espíritus, con el mismo amor, con los mismos sentimientos» (Filipenses 2,2). Estamos aquí juntos porque no estamos unidos de corazón y de espíritu. La inmensa mayoría de los que han participado en el proceso sinodal se han sorprendido con alegría. Para muchos es la primera vez que la Iglesia les invita a hablar de su fe y su esperanza. Pero algunos tienen miedo de este viaje y de lo que les espera. Algunos esperan que la Iglesia cambie drásticamente, que tomemos decisiones radicales, por ejemplo sobre el papel de la mujer en la Iglesia. Otros temen precisamente estos cambios y temen que sólo conduzcan a la división, incluso al cisma. Algunos realmente preferirían no estar aquí. Un obispo me dijo que rezaba para no ser elegido para venir aquí. Su oración fue escuchada. Ustedes podrían ser como el hijo del Evangelio de hoy, que al principio no quería ir a la viña, ¡pero luego va!
En los momentos fundamentales, los evangelios siempre escuchamos estas palabras: “¡No tengan miedo!” San Juan nos dice que “el amor perfecto elimina el temor”. Comencemos, entonces, orando para que el Señor libre nuestros corazones del miedo. Para algunos es miedo al cambio, para otros es miedo a que nada cambie. “Pero a lo único que debemos tenerle miedo es el miedo mismo” (1).
Por supuesto, todos tenemos miedos, pero Santo Tomás de Aquino nos enseñó que el valor consiste en negarse a ser esclavo del miedo. Siempre podemos ser sensibles a los miedos de los demás, ¡especialmente de aquellos con los que no estamos de acuerdo! «Como Abraham, nos ponemos en camino sin saber adónde vamos» (cf. Hebreos 11, 8). Pero si liberamos nuestros corazones del miedo, será mucho mejor de lo que podemos imaginar.
Nos guiará en este retiro la meditación sobre la Transfiguración. Es el retiro que Jesús da a sus discípulos más cercanos antes de que se aventuren en el primer sínodo de la vida de la Iglesia, mientras caminan juntos (syn-hodos) hacia Jerusalén. Ese retiro era necesario porque tenían miedo del viaje que tenían que hacer juntos. Hasta entonces habían recorrido todo el norte de Israel. Pero en Cesarea de Filipo, Pedro confesó que Jesús es el Cristo. Entonces Jesús les invita a ir con él a Jerusalén, donde sufrirá, morirá y resucitará. Ellos no pueden aceptarlo. Pedro trata de impedírselo. Jesús le llama «Satanás», «enemigo». La pequeña comunidad se paraliza. Entonces Jesús se la lleva al monte. Escuchemos el relato de San Marcos sobre lo que sucedió.
“Seis días después, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan y los llevó a ellos solos a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos e incluso sus ropas se volvieron resplandecientes, tan blancas como ningún batanero en el mundo sería capaz de blanquearlas.
Y se les aparecieron Elías y Moisés, que conversaban con Jesús.
Entonces Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: “’Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Levantemos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”.
No sabía que decir, porque estaban asustados. Se formó una nube que los cubrió con su sombra, y desde la nube salió una voz: ‘Este es mi Hijo, el Amado, escúchenlo!’. Y de pronto, mirando alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos”. (Marcos 9, 2-8).
Este retiro les da el valor y la esperanza para emprender su viaje. No siempre sale bien. Enseguida fracasan en su intento de liberar al joven del espíritu maligno. Discuten sobre quién es el más grande. No entienden al Señor. Pero se ponen en camino con una frágil esperanza. También nosotros nos preparamos para nuestro sínodo yendo a un retiro en el que, como los discípulos, aprendemos a escuchar al Señor. Cuando nos pongamos en camino dentro de tres días, a menudo seremos como aquellos discípulos, nos malinterpretaremos e incluso discutiremos. Pero el Señor nos conducirá hacia la muerte y la resurrección de la Iglesia. Pidamos también al Señor que nos dé esperanza: la esperanza de que este Sínodo conduzca a la renovación de la Iglesia y no a la división; la esperanza de que nos acerquemos unos a otros como hermanos y hermanas. Esta es nuestra esperanza, no sólo para la Iglesia católica, sino para todos nuestros hermanos y hermanas bautizados. Se habla de un «invierno ecuménico». Nosotros esperamos una primavera ecuménica.
También nos unimos en la esperanza para la humanidad. El futuro se presenta oscuro. La catástrofe ecológica amenaza con destruir nuestro hogar. Este verano, incendios e inundaciones han devorado el mundo. Pequeñas islas empiezan a desaparecer bajo el mar. Millones de personas están en la calle, huyendo de la pobreza y la violencia. Cientos se han ahogado en el Mediterráneo, no lejos de aquí. Muchos padres se niegan a dar a luz en un mundo que parece condenado. En China, los jóvenes llevan camisetas en las que se lee «somos la última generación». Unámonos en la esperanza por la humanidad, especialmente en la esperanza por los jóvenes.
No sé cuántos padres están presentes en el sínodo, pero gracias por preocuparse por nuestro futuro. Después de un tiempo difícil en Sudán del Sur, en la frontera con el Congo, volé de regreso a Gran Bretaña, sentado junto a un niño que gritó sin parar durante ocho horas. Me avergüenza admitir que tuve pensamientos asesinos. Pero no hay ministerio sacerdotal más maravilloso que criar niños e intentar abrir sus mentes y sus corazones a la promesa de la vida. Los padres y los maestros son ministros de esperanza.
Por eso nos unimos en la esperanza de la Iglesia y de la humanidad. Pero aquí está la dificultad: ¡tenemos esperanzas contradictorias! ¿Cómo podemos esperar juntos? En esto somos como los discípulos. La madre de Santiago y Juan esperaba que sus hijos se sentaran a la izquierda y a la derecha del Señor en la gloria y ocuparan así el lugar de Pedro; también hay rivalidad en el círculo íntimo de los amigos de Jesús. Judas probablemente esperaba una rebelión que expulsara a los romanos. Algunos de ellos quizás simplemente esperaban no ser asesinados. Pero siguieron caminando juntos. ¿Qué esperanza compartida podemos tener nosotros? En la Última Cena recibieron una esperanza inimaginable: el cuerpo de Cristo y su sangre, la nueva alianza, la vida eterna. A la luz de esta esperanza eucarística, todas sus esperanzas contradictorias debieron parecer nulas, excepto la de Judas, que se desesperó. Es lo que San Pablo llamaba «esperar contra toda esperanza» (cf. Rm 4,18), la esperanza que supera todas nuestras esperanzas.
También nosotros estamos reunidos como los discípulos en la Última Cena, no como una cámara de debate político que compite por ganar. Nuestra esperanza es eucarística. Tuve mi primera experiencia de lo que esto significa en 1993, en Ruanda, cuando los problemas no habían hecho más que empezar. Habíamos planeado visitar a nuestras hermanas dominicas en el norte, pero el embajador belga nos dijo que nos quedáramos en casa. El país estaba en llamas. Pero yo era joven y tonto. Ahora soy viejo y tonto. Aquel día vimos cosas terribles: una sala de hospital llena de niños pequeños que habían perdido miembros a causa de las minas y las bombas. Un niño había perdido las dos piernas, un brazo y un ojo. Su padre estaba sentado a su lado y lloraba. Me fui llorando al monte, acompañado de dos niños, ambos saltando sobre una sola pierna.
Acudimos a nuestras monjas, pero ¿qué podía decir? Ante tanta violencia sin sentido no hay palabras. Entonces recordé las palabras del Señor: «Hagan esto en memoria mía». Se nos confía algo que hacer. Durante la Última Cena parecía no haber futuro. Sólo nos esperaba el fracaso, el sufrimiento y la muerte. Y en ese momento tan oscuro, Jesús hizo el gesto más esperanzador de la historia del mundo: «Esto es mi cuerpo, ofrecido en sacrificio por vosotros. Esta es mi sangre, derramada por vosotros». Esta es la esperanza que nos llama más allá de todas las divisiones.
Uno de mis hermanos del este de Ucrania fue a decir Misa por unas hermanas que se mudaban de casa. Todo estaba empaquetado. Todo lo que podían ofrecer como patena era un plato de plástico rojo. Escribió: «Así es como Dios nos ha mostrado que está con nosotros. Estas sentado en un sótano, entre la humedad y el moho, pero yo estoy contigo – en el plato de plástico rojo como un niño y no en una patena de oro». Esta es la esperanza eucarística del presente camino sinodal. El Señor está con nosotros.
La esperanza de la Eucaristía se refiere a lo que está más allá de nuestra imaginación. El libro del Apocalipsis: «Después de esto, apareció una multitud inmensa, que nadie podía contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas. Todos ellos estaban de pie ante el trono y ante el Cordero, envueltos en vestiduras blancas, y llevaban palmas en las manos. Y gritaban a gran voz: ‘La salvación pertenece a nuestro Dios sentado en el trono y al Cordero'» (Ap. 7,9s). Esta es la esperanza que los discípulos vislumbraron en la montaña en el Señor transfigurado. Hace que el conflicto entre nuestras esperanzas parezca poco importante, casi absurdo. Si estamos realmente en el camino hacia el Reino, ¿importa realmente alinearse con los llamados tradicionalistas o progresistas? ¡Incluso las diferencias entre dominicos y jesuitas se vuelven insignificantes! Así que escuchémoslo, bajemos de la montaña y sigamos caminando con confianza. Los mayores dones vendrán de aquellos con quienes no estamos de acuerdo si tenemos el valor de escucharlos.
En el transcurso de nuestro viaje sinodal quizá nos preguntemos si estamos concluyendo algo. Los medios de comunicación probablemente decidirán que ha sido una pérdida de tiempo, sólo palabras. Mirarán a ver si se toman decisiones audaces sobre cuatro o cinco temas candentes. Pero los discípulos de aquel primer sínodo, caminando hacia Jerusalén, parecían no concluir nada. Incluso trataron de impedir que el ciego Bartimeo fuera curado. Parecían inútiles. Cuando las grandes multitudes hambrientas se reunieron en torno a Jesús, los discípulos preguntaron al Señor: «¿Y cómo has podido darles de comer pan aquí en el desierto?». Jesús les pide lo que tienen, sólo siete panes y unos pocos peces (cf. Mc 8,1-10). Es más que suficiente. Si en este sínodo damos generosamente lo que tenemos, será más que suficiente. El Señor de la mies proveerá.
Junto a nuestro priorato de Bagdad hay un hogar para niños abandonados de todas las religiones, dirigido por las hermanas de la Madre Teresa. Nunca olvidaré a la pequeña Nura, de unos ocho años, nacida sin brazos ni piernas, que daba de comer a los niños más pequeños con una cuchara sostenida con la boca. Uno puede preguntarse qué significado tienen los pequeños actos de bondad en una zona de guerra. ¿Suponen alguna diferencia? ¿No es simplemente como poner tiritas en un cuerpo en descomposición? Realizamos pequeños actos y dejamos que el Señor de la mies les dé el fruto que desea. Hoy estamos aquí reunidos en la fiesta de Santa Teresa de Lisieux. Nacida hace 150 años, nos invita a seguir su «pequeño camino» que conduce al Reino. Decía: «Recuerden que nada es trivial a los ojos de Dios».
En Auschwitz, el judío italiano Primo Levi recibía cada día un trozo de pan de Lorenzo. Escribió: «Creo que es a Lorenzo a quien debo el hecho de estar vivo hoy; no tanto por su ayuda material, sino por haberme recordado constantemente, con su presencia, con su manera fácil y sencilla de ser bueno, que todavía había un mundo justo fuera del nuestro, algo y alguien todavía puro y entero, incorrupto y no salvaje […]; algo muy mal definido, una remota posibilidad de bien, por la que sin embargo contaba con preservarse […]. Gracias a Lorenzo, sucedió que no olvidé que yo mismo era un hombre»(2). Aquella pequeña porción de pan le salvó el alma.
Las últimas palabras de San David, patrón de Gales, fueron «haz bien las cosas pequeñas». Nuestra esperanza es que todas las pequeñas cosas que hagamos en este sínodo den frutos mucho más allá de nuestra imaginación. Aquella última noche, Jesús se entregó a los discípulos: «Yo me ofrezco a vosotros». Durante este sínodo, compartamos no sólo nuestras palabras y convicciones, sino también a nosotros mismos, con generosidad eucarística. Si abrimos nuestros corazones unos a otros, sucederán cosas maravillosas. Los discípulos recogen todos los trozos de pan y pescado que sobran después de dar de comer a cinco mil personas. No se pierde nada.
Un último punto. Pedro trata de impedir que Jesús vaya a Jerusalén porque para él no tiene sentido. Es absurdo ir allí para que lo maten. La desesperación no es pesimismo, sino el terror a que nada tenga ya sentido. Y la esperanza no es optimismo, sino confianza en que todo lo que experimentamos, toda nuestra confusión y dolor, de alguna manera se verá que tiene sentido. Confiamos, como dice San Pablo: «Ahora conozco imperfectamente, pero entonces conoceré perfectamente, como yo también soy conocido» (1 Corintios 13,12).
La violencia sin sentido destruye todo significado y mata nuestras almas. Cuando San Óscar Romero, arzobispo de San Salvador, visitó el lugar de una masacre perpetrada por el ejército salvadoreño, se encontró con el cuerpo de un joven tendido en una zanja: «Era sólo un niño, en el fondo de la zanja, con la cara vuelta hacia arriba. Se veían los agujeros de bala, los hematomas de los disparos, la sangre congelada. Tenía los ojos abiertos, como si se preguntara por qué estaba muerto y no lo entendiera» (3). Y, sin embargo, fue en ese momento cuando descubrió el sentido de su vida y la llamada a abandonarla. Sí, había tenido miedo hasta el final. Su cuerpo muerto estaba empapado en sudor mientras miraba al hombre que estaba a punto de matarle. Pero ya no era esclavo del miedo.
¡Espero que no haya violencia en este sínodo! Pero probablemente nos preguntaremos a menudo qué sentido tiene todo esto; sin embargo, si escuchamos a Él y nos escuchamos unos a otros, acabaremos comprendiendo el camino a seguir. Este es nuestro testimonio cristiano en un mundo que a menudo ha perdido la fe en que la vida humana tiene sentido. El Macbeth de Shakespeare afirma que la vida no es más que un «cuento hecho por un idiota, lleno de gritos y furia, que no significa nada» (4). Pero rezando y reflexionando juntos sobre los grandes problemas de la Iglesia y del mundo, damos testimonio de nuestra esperanza en el Señor que da sentido a toda vida humana.
Cada escuela cristiana es un testimonio de nuestra esperanza en la ‘luz [que] brilla en las tinieblas, pero las tinieblas no la han recibido’ (Juan 1:5). En Bagdad, los dominicos fundaron una academia con el lema «Aquí ninguna pregunta está prohibida». En medio de una zona de guerra, la escuela da testimonio de nuestra esperanza de que la estupidez de la violencia no tenga la última palabra. Homs (Siria) es una ciudad destruida en gran parte por la violencia sin sentido. Pero allí, entre las ruinas, descubrimos una escuela católica. El jesuita holandés Franz van der Lugt se negó a marcharse a pesar de las amenazas de muerte. Le dispararon mientras estaba sentado en el jardín. Pero encontramos a un anciano jesuita egipcio que seguía enseñando. Estaba preparando a otra generación de niños para que pudieran seguir intentando dar sentido a sus vidas. Así es la esperanza.
Así que, hermanos y hermanas, podemos estar divididos por diferentes esperanzas. Pero si escuchamos al Señor y nos escuchamos mutuamente, tratando de comprender su voluntad para la Iglesia y el mundo, estaremos unidos en una esperanza que trasciende nuestros desacuerdos y seremos tocados por lo que San Agustín llamaba esa «belleza tan antigua y tan nueva […] Te he gustado, y ahora tengo hambre y sed de ti. Me has tocado, y ahora ardo en deseos de tu paz» (5). En el próximo encuentro examinaremos otra forma en la que podemos estar divididos, a través de nuestra comprensión del tipo de hogar que es la Iglesia.
Notas:
(1) Franklin D. Roosevelt
(2) Survival in Auschwitz, Sobrevivir en Aschwitz, “The Tablet”, 21 de enero de 2006
(3) Scott Wright Oscar Romero and the Communion of Saints, Oscar Romero y la comunión de los santos, Orbis Nueva York 2009, p. 37
(4) Macbeth, Acto V Escena V
(5) Confessioni, Confesiones, lib. VII, lettura del Breviario per la sua festa, lecturas del Breviario para su fiesta
Fr. Timothy Radcliffe, O.P.
Ordenado sacerdote en 1971, Fr. Timothy es un conocido predicador y conferenciante, y antiguo Maestro de la Orden de Predicadores.
Fue director de Las Casas Institute entre 2014 y 2016 y sigue siendo miembro del Consejo Asesor del Instituto.
Fr. Timothy fue Maestro General de la Orden de Predicadores (Dominicos) desde 1992 hasta 2001, en cuyo papel viajó a todos los continentes, fundó Dominican Volunteers International y desempeñó un papel clave en ayudar a establecer las oficinas de representación franciscano-dominicanas en las Naciones Unidas.
Formado en París, con Yves Congar, y en Oxford, sus libros han sido traducidos a 24 idiomas. En 2007 recibió el Premio Michael Ramsey de teología.
Es doctor honoris causa en Divinidad por la Universidad de Oxford y doctor honoris causa por otras once universidades, entre ellas Friburgo y el Angelicum. También es consultor del Consejo Pontificio de Justicia y Paz. Es canónigo de Sarum de la catedral de Salisbury y Freeman de la ciudad de Londres.