¡SÍGANME!

Entonces decía a todos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará. ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero si se pierde o se arruina a sí mismo? Pues si uno se avergüenza de mí y de mis palabras, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en su gloria, en la del Padre y en la de los ángeles santos. Pues de verdad os digo que hay algunos de los aquí presentes que no gustarán la muerte hasta que vean el reino de Dios»

(Lucas 9,23-27).

Abba, a la luz de la aurora, quiero meditar contigo. ¡Te necesito tanto! Quiero agradecerte por el don de la oración. Gracias por recibirme, por acogerme, por escucharme, por comprenderme. En estos momentos de encuentro, un vivo conocimiento interno de ti, alumbra el misterio y colma mi alma de gratitud. Son tantos recuerdos que el tiempo además revaloriza.

¡La gratitud, Abba, es la memoria del corazón!

Eres el Dios de la ternura y de la solidaridad, mi queridísimo Abba. Tu bondad envuelve mi misterio, invitándome a reflejarlo en cada acto de mi vida. Confío en tu amor, en realizar tu voluntad goza mi corazón. ¡Tu amor, Abba, es todo para mí!

Me sentí precisado a clarificar que, quien anhele vivir la utopía del evangelio, Abba, tendría que seguirme, salir de sí mismo y asumir su cruz. Es una comparación tremenda, pues alude a los condenados que arrastran el madero en que van a ser clavados.

Abba, los animé a renovar su decisión cada día, a través de un discernimiento humilde, en una vigilancia activa, que reclama fidelidad.

Pero habiendo fijado mi mirada en el misterio del sufrimiento, hablé de la cruz que tú, Abba, ofreces a cada uno. Esa que no supone arrastrarla a la fuerza, sino amarla, porque tú así lo has querido. Y mis discípulos lo han de hacer en compañía mía, yendo detrás de mí.

Si no fuera por la oración con que trato de mantenerme unido a ti, Abba, me hubiera sido imposible anunciar tu más grande anhelo: que aquellos que pierdan su vida por mí, tu Hijo amado, en quien tienes tus complacencias, la encontrarían.

Les hice ver que detrás de la búsqueda por salvar su vida, están latentes los peligros de volver a la superficie de la prosperidad, del poder y de los dineros. Otro es el camino que supone la violencia del amor. Y la forma más bella de vivir es hacer felices a los otros sin esperar nada a cambio, a ejemplo de ti, Abba, que eres bueno hasta con los desagradecidos y los perversos.

Pero algo así no se improvisa, Abba, supone entrar en sí mismos, conscientes de estar en tu presencia, para ver que es entregando su vida que pueden continuar viviendo. Abba, ¡únicamente la entrega eterniza!

Gracias, Abba, por este impulso de generosidad que en mí despiertas, pues he venido no a ser servido sino a servir y dar mi vida para redención de muchos. En su renuncia, Abba, dispuestos al sacrificio, al tomar su cruz, adquirirán un bien de mucho más valor, la felicidad del desprendimiento.

Abba, a partir de mi experiencia de ti y, también de mi experiencia con mis hermanos, en particular, los más pobres, con quienes comparto sus sufrimientos, anuncié que a quien se avergonzase de mí abandonando el camino del Evangelio, al volver en tu gloria, no lo reconocería.

Es necesario que quienes decidan ir detrás de mí, Abba, den testimonio de su fe, dando vida a las exigencias de la Buena Nueva. Anuncié que ¡la vida futura dependía de su fidelidad!

Delante de ti, ante el misterio de todo lo que soy y vivo y siento, mis entrañas vibraron, Abba, al anunciar que algunos de quienes me acompañaban, no gustarían la muerte hasta que vieran el Reino de Dios.

Hoy revelé, Abba, que quien decida venir detrás de mí, después de sufrir, verá la luz.

Apuntes para la Oración Vol.3
Dicasterio para la evangelización

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