¡SEÑOR, QUE COMPRENDA MI PEQUEÑEZ!

Primer paso del hombre hacia la oración:

«Señor, dame a conocer cuál es la medida de mis años, para que comprenda lo caduco que soy»

(Salmo 39,5)

La Biblia enseña categóricamente (¡pero también lo enseña la experiencia!) que el hombre es pequeño. ¡Sí, el hombre es pequeño!

Esta verdad de partida es fundamental: en efecto, si el hombre intercambia la medida real de su estatura con la medida irreal de sus deseos, realiza un error fatal y, antes o después, pasará de la ilusión a la desilusión, del delirio de omnipotencia a la postración del nihilismo. Así ha sucedido siempre y sucede continuamente, no hay más que mirar a nuestro alrededor.

La Biblia nos advierte con lealtad lo pequeño que es el hombre. Entonces, la primera postura que permite comenzar un verdadero camino de oración es precisamente esta: reconocer nuestra pequeñez, ser conscientes de nuestra condición de criaturas.

Veamos algunos textos significativos de la Escritura a través de los cuales aparece claramente el verdadero rostro del hombre.

Isaías, con un lenguaje robusto y nítido, escribe:

«Dice una voz: “Grita”. Respondo: “¿Qué debo gritar?”. Toda carne es hierba y su belleza como flor campestre».

(Isaías 40,6)

¡Es verdad! El hombre lleva dentro de sí mismo un innato estado incompleto que no es otra cosa que su misma condición de “criatura” escrita en todas las fibras de su ser: ¡por eso hay una necesidad innata de adoración en el hombre! ¡El riesgo fatal del hombre es confundirse con el destinatario de esa adoración!

El Salmo 8, después de haber reconocido que el hombre tiene en él mismo una marca de grandeza, se apresura a precisar:

«Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado. ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?».

(Salmo 8)

El Salmo 37, recogiendo una objeción antigua y reciente, aconseja:

«No te exasperes por los malvados, no envidies a los que obran el mal: se secarán pronto, como la hierba, como el césped verde se agostarán».

(Salmo 37)

¿Por qué? Porque el malvado es el que no se apoya en el Señor; el malvado es el que ha orientado hacia «otros señores» la innata necesidad de adoración: se encontrará inexorablemente arrugado en la nada y el fracaso existencial. Así, el salmista susurra dirigiéndose al justo:

«Confía en el Señor y haz el bien: habitarás tu tierra y reposarás en ella en fidelidad; sea el Señor tu delicia, y él te dará lo que pide tu corazón».

(Salmo 37)

El salmista está decididamente seguro al afirmar que solo Dios es proporcional a los deseos del corazón humano: de hecho, ¡el hombre está sediento de Dios! Por este motivo, la conclusión es rápida como una flecha:

«Mejor es ser honrado con poco que ser malvado en la opulencia; pues al malvado se le romperán los brazos, pero al honrado lo sostiene el Señor».

(Salmo 37)

Sin embargo, a menudo el justo parece un derrotado y el impío parece un vencedor. No, asegura el salmista, no te dejes engañar:

«Vi a un malvado que se jactaba, que prosperaba como un cedro frondoso; volví a pasar, y ya no estaba; lo busqué, y no lo encontré».

Esta es la certeza del hombre de fe: del hombre que sabe ser pequeño e incompleto, pero que al mismo tiempo sabe que Dios lo completa.

También el Salmo 73, nos entrega el mismo mensaje en unas pocas frases:

«Pero yo por poco doy un mal paso, casi resbalaron mis pisadas: porque envidiaba a los perversos, viendo prosperar a los malvados.
[…]
En un momento causan horror, y acaban consumidos de espanto. Como un sueño al despertar, Señor, al despertarte desprecias sus sombras.
[…]
¿No te tengo a ti en el cielo? Y contigo, ¿qué me importa la tierra? Se consumen mi corazón y mi carne; pero Dios es la roca de mi corazón y mi lote perpetuo».

(Salmo 73)

¡Este es el verdadero rostro del hombre que surge de la Escritura!

El hombre es un pequeño que no puede jugar a ser un gigante. De hecho, la pequeñez del hombre solo tiene un enfoque liberador: apoyarse en el único Grande y dejarse abrazar por Él. Por eso, Fiódor Dostoyevski dijo con unas pocas palabras fulgurantes:

«Toda la ley de la existencia reside en esto: que el Hombre pueda inclinarse
ante el infinitamente Grande».

Gandhi añadió sabiamente:

«El buscador de Dios debe ser más humilde que el polvo».

Y san Agustín Roscelli, un pequeño gran sacerdote genovés del siglo XIX, afirmaba con una profunda precisión teológica:

«En el paraíso encontraremos a personas que no han sido ni mártires, ni obispos, ni sacerdotes, ni teólogos… pero no encontraremos a ni una sola persona que no haya sido humilde».

Sin humildad no se llega a Dios: el hombre solo llegará a sentir los pasos del Eterno y la cara del Infinito si acepta con serenidad su pequeñez como verdad y como punto de partida del camino de su inquieta inteligencia.

Apuntes para la Oración Vol.1
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