SANTA CLARA DE MONTEFALCO, AGUSTINA

Clara nace en Umbría, en Montefalco, en el 1268 y a los cuatro años manifiesta ya una profunda inclinación hacia la oración y la contemplación. Segundogénita de Damiano y Giacoma, tiene sólo seis años cuando decide seguir las huellas de su hermana Giovanna y retirarse a vivir en oración y penitencia en un reclusorio construido por el padre en un terreno de propiedad de la familia. Clara se sumerge totalmente en el estilo de vida de la ermita y oraciones, penitencias, sacrificios y mortificaciones se vuelven para ella el camino para conformarse con la Pasión de Cristo. Después del ingreso de Clara, creciendo el número de las postulantes, Giovanna, superiora de la pequeña casa, decide de dar vida a una ermita más grande. La sostiene aun el padre y en 1290 obtiene del obispo de Spoleto, Gerado Artesino, el permiso para erigirla a monasterio. Es llamado “Monasterio de la Cruz” y a las religiosas se les asigna la observación de la Regla de san Agustín. El año siguiente Giovanna muere y le sucede Clara, a los veintitrés años.

Abadesa sabia y defensor fidei

Clara acepta a regañadientes el encargo, reteniéndose indigna, y en cambio una vez como abadesa da un nuevo impulso a la comunidad religiosa: organiza mejor la vida común, impone a todas las hermanas el trabajo manual, pero deja amplia libertad a las más inclines a la oración, cuida de todas amorosamente instruyéndolas, corrigiéndolas y prestando atención a las necesidades de cada una.
Emerge así como mujer de iluminada firmeza. A sus rejas se acercaban pobres y necesitados, a quienes siempre donaba algo de comer o alguna palabra de consuelo, y para los hombres sabios, sacerdotes y el alto clero se convierte en sabia consejera, capaz, como es, de leer en el corazón de los demás y de prever los eventos. Todo eso no obstante una dura prueba de aridez espiritual que la acompaña por 11 años. Antes de la muerte de la hermana experimenta de hecho un estado interior de desierto y el silencio de Dios. Sufrirá de ello hasta el 1299.

«Tengo a Jesús dentro de mi corazón»

En el inicio del año 1294, en el jardín del monasterio, se le aparece Cristo, peregrino y sufriente con la cruz, que se dirige a ella con las palabras: “Yo busco un lugar fuerte, en el que pueda plantar la cruz, y aquí encuentro el lugar adapto para plantarla”. Es el corazón de Clara, que desde entonces repetirá a menudo: “Tengo a Jesús dentro de mi corazón”. La tradición narra que Cristo viandante le habría donado su propio bastón y que, habiéndolo plantado, naciera un árbol, aun hoy florido.

Es el Melia Azedarach, originario del Himalaya o “árbol de Santa Clara”, cuyas bayas leñosas, desde hace siglos, son utilizadas para realizar rosarios. En los inicios del 1300, Clara se enferma y en julio de 1308 y se ve obligada a permanecer en cama. Transcurre los días absorta y en contemplación. Recomienda a las monjas que sean humildes, obedientes, pacientes, unidas en la caridad y se prepara al encuentro con Dios. El 17 de agosto pide ser llevada a la iglesia que había querido para el monasterio y allí exhala el último respiro. Tenía 40 años. Las hermanas deciden conservar su cuerpo y así se le extraen los órganos y con gran sorpresa en su corazón son descubiertos los signos de la Pasión de Cristo.

Berengario di Donadio, biógrafo de Clara, escribe: “Había…dentro el corazón… en forma de duros nervios de carne, por una parte la cruz, tres clavos, la esponja y el bastón; y por la otra la columna, el látigo… y la corona… En la vejiga de la hiel… había tres piedras redondas, iguales en todo.. que representaban verosímilmente la Trinidad”. La fama de santidad de Clara se difunde muy temprano y se documentan diversos milagros con su intercesión. Su cuerpo incorrupto y las reliquias están aún en Montefalco, en la iglesia nueva al lado del monasterio agustiniano. Recuerdan la historia espléndidos frescos de la Capilla de Santa Cruz, la primitiva capilla de la comunidad religiosa donde Clara transcurrió las últimas horas de su vida terrena.

«El secará todas sus lágrimas, y no habrá más muerte, ni pena, ni queja, ni dolor, porque todo lo de antes pasó» (Apoc. 21,4)

LAS HERMANAS DEJESÚS POBRE, NOPODEMO SER INDIFERENTES AL SUFRIMIENTO DE LOS  HERMANOS Y HERMANAS QUE SUFREN, COMO JESÚS NOS ENSEÑA A CADA INSTANTE.

REFLEXIÓN DE LA PALABRA DE ESTE FIN DE SEMANA

P. Ricardo – 22/6/2025

REFLEXIONES VARIAS

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I SÍNODO ARQUIDIOCESANO – DOCUMENTO FINAL

3 MINUTOS DE RETIRO

MENSAJES DIARIOS DEL PAPA LEÓN XIV

22/6/2025

Cristo es la respuesta de Dios al hambre del hombre, porque su cuerpo es el pan de la vida eterna. Cuando nos alimentamos de Jesús, pan vivo y verdadero, vivimos para Él. Ofreciéndose sin reservas, el Crucificado Resucitado se entrega a nosotros, y de este modo descubrimos que hemos sido hechos para nutrirnos de Dios.

La guerra no resuelve los problemas, sino que los amplifica y produce heridas profundas en la historia de los pueblos, que tardan generaciones en cicatrizar. Ninguna victoria armada podrá compensar el dolor de las madres, el miedo de los niños, el futuro robado. ¡Que la diplomacia haga callar las armas! ¡Que las naciones tracen su futuro con obras de paz, no con la violencia ni conflictos sangrientos!

Hoy más que nunca, la humanidad clama y pide la paz. Es un grito que exige responsabilidad y razón, y no debe ser sofocado por el estruendo de las armas ni por las palabras retóricas que incitan al conflicto. Todo miembro de la comunidad internacional tiene la responsabilidad moral de detener la tragedia de la guerra, antes de que se convierta en una vorágine irreparable. No existen conflictos “lejanos” cuando está en juego la dignidad humana.

Continúan llegando noticias alarmantes desde Oriente Medio, sobre todo desde Irán. En este escenario dramático, que incluye a Israel y Palestina, corre el riesgo de caer en el olvido el sufrimiento diario de la población, especialmente de Gaza y los demás territorios, donde la necesidad de una ayuda humanitaria adecuada es cada vez más urgente.

En la Eucaristía el Señor acoge, santifica y bendice el pan y el vino que ponemos en el altar, junto con la ofrenda de nuestra vida, y los transforma en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, sacrificio de amor para la salvación del mundo. Dios se une a nosotros acogiendo con alegría lo que le presentamos y nos invita a unirnos a Él recibiendo y compartiendo con igual alegría su don de amor.

En muchos países se celebra la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo, el Corpus Domini, y el Evangelio De Hoy narra el milagro de los panes y los peces (Lc 9,11-17). Más allá del prodigio, el milagro es un “signo”, y nos recuerda que los dones de Dios, incluso los más pequeños, crecen más cuanto más se comparten.

INTENCIONES DEL PAPA

El Papa León XIV nos invita a profundizar nuestra relación personal con Jesús y a aprender de su Corazón la compasión por el mundo.