SAN MIGUEL GARICOITS, SACERDOTE

«No puedo hacer algo mejor que admirar, adorar y amar la iniciativa de la divina Providencia. Oh, ¡qué importante es esta posición! ¡Ser pobres instrumentos!».

Miguel nació en las montañas de los Pirineos, en Ibarre, no lejos de la frontera con España. No tuvo muchas oportunidades de estudiar pues en su familia había otros cuatro niños, faltaba el dinero y es enviado a ser pastor. Sin embargo, mientras pastoreaba su rebaño, entretenía a los otros pastores con discursos elevados, inadecuados para un joven como él, e inmediatamente lo apodaron «el doctorcillo». A pesar de su pobreza, Miguel sacó fuerzas precisamente de sus humildes orígenes y de su familia, que era rica de entusiasmo, para caminar hacia la santidad.

Cuando el ejemplo es todo

La educación y el testimonio que recibimos en nuestra infancia de nuestros padres no son todo, pero son mucho. Sus padres, por ejemplo, vivieron una fe tan auténtica que los empujó a «escapar» a España -no lejos del lado francés del País Vasco- tanto para casarse en un rito religioso como para bautizar a sus cinco hijos. Pero hay más. Durante los años del Terror de la Revolución Francesa, su abuela, a riesgo de su vida, escondió en su propia casa y ayudó a un sacerdote, que luego pagará su deuda de gratitud dando sus primeras lecciones a Miguel, quien mostró una inteligencia excepcional. No obstante, su gran capacidad, Miguel no obtuvo el permiso para comulgar antes de cumplir los 14 años, lo que le causó un gran dolor. En 1819 logró finalmente entrar en el seminario de Dax, fue ordenado sacerdote en 1823 y dos años más tarde fue enviado como profesor de filosofía al seminario de Bétharram. Finalmente logró convertirse en un verdadero doctor.

Francia después de la Revolución

La época en que vivió Miguel fue particularmente difícil para la Iglesia francesa. La Revolución lo destruyó todo: iglesias, obras religiosas, muchas congregaciones desaparecieron y no fueron reemplazadas. Incluso dentro de la misma Iglesia había sacerdotes llamados «constitucionalistas» que juraban fidelidad a la nueva Constitución impuesta por el Estado, que se oponían a los llamados «refractarios», que permanecieron fieles al Papa. En este contexto, desgarrado, el joven sacerdote Miguel, que era el confesor de las Hijas de la Cruz, entró en contacto con la vida religiosa y recogió las confidencias de muchos obispos que se quejaban de la insubordinación de muchos sacerdotes; decidió, entonces, adoptar como principio básico para su misión la obediencia total a su obispo. Así fue sembrada la semilla.

El santo del «¡Aquí estoy!»

Habíamos dejado a Miguel en Bétharram, en el hermoso seminario a orillas del Gave. Allí llevó una existencia atormentada por lo que ve a su alrededor: sacerdotes no preparados y desorientados que andan a tientas en la oscuridad en lugar de llevar la luz de la fe a los demás. Algo estaba ya madurando en su interior: lo comprendió en 1833, cuando reunió al primer grupo de sacerdotes que voluntariamente se hicieron cargo de la misión de re-cristianizar las aldeas abandonadas y de educar a los jóvenes. Estas fueron las dos actividades más urgentes. Recibió muchas membresías, y así nació dos años más tarde la nueva familia religiosa de los Sacerdotes del Sagrado Corazón de Jesús – más tarde conocidos como los sacerdotes de Bétharram -, una comunidad concebida para servir a la Iglesia y al clero, con voluntarios para ser enviados a apoyar al clero en seminarios, parroquias y colegios con el fin de animar la fe. Pronto un grupo de sacerdotes partió incluso para una misión en Argentina, donde la Iglesia tenía las mismas necesidades. Pero las disputas también comenzaron con el obispo, que quería mejor mantener la obra dentro de la diócesis, mientras que Miguel aspiraba al reconocimiento pontificio, que no llegaría hasta 1875, después de su muerte.

Los últimos años y la muerte

Pero también había obispos que tenían en alta estima a Miguel, como el de Tarbes, que en 1858 lo envió dos veces a encontrarse con Bernadette Soubirous, que en la cercana Lourdes tenía frecuentes apariciones de la Virgen María. Miguel se convirtió en uno de los más grandes defensores de la pequeña vidente y así experimentó el consuelo de la cercanía de Nuestra Señora. En medio de todo esto, la enfermedad lo visitó y en 1853 fue víctima de una parálisis, que logró superar parcialmente pues lo obligó a permanecer encamado durante 9 años, hasta que regresó a la casa del Padre en 1863. Sus sacerdotes estaban ahora difundidos por toda Sudamérica. Pío XII lo proclamaría santo en 1947.

«Siempre y en todas mis oraciones pido con alegría por todos ustedes, pensando en la colaboración que prestaron a la difusión del Evangelio, desde el comienzo hasta ahora.» (Fil. 1,4)

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