SAN LUIS GONZAGA, JESUITA, PORTECTOR DE LA JUVENTUD CATÓLICA

«Os confiaré, oh ilustre señora, que meditando sobre la divina bondad, mar sin fondo e sin limites, mi mente se extravía. No puedo entender cómo el Señor mire mi pequeño y breve trabajo y me recompense con el reposo eterno y desde el cielo me invite a esa felicidad que hasta ahora he buscado con negligencia y que, aunque muy pocas lágrimas he derramado por ella, me siga ofreciendo ese tesoro que es la coronación de grandes trabajos y llantos». (De la última carta a su madre, 10 de junio de 1591).

Nació en la provincia de Mantua, de donde era originaria su familia. Habiendo sido el primogénito de un noble linaje, su destino a la guerra parecía que hubiera sido ya predeterminado. Su padre, el marqués Ferrante, estaba convencido de ello y por eso lo ejercitó en el uso de las armas y las armaduras. Su madre, en cambio lo educó con su testimonio de fe y con sus oraciones.

Su precoz encuentro personal con Dios

Luis nos contará que su vocaciòn a la vida religiosa maduró muy precozmente. Como cualquier niño normal, a la edad de 5 años jugaba a la guerra, y luego como a los 7 años se arrodillaba varias veces al día para recitar los salmos penitenciales. A los 10 años se consagró definitivamente a María, como ella se había consagrado a Dios. A los 12 años recibió la Primera Comunión de manos de San Carlos Borromeo, en ocasión de su visita pastoral a Brescia. Confió luego sus intenciones de consagrarse como religioso a su madre, pero su padre se opuso a esa desición con todas sus fuerzas. Incluso se burló de él, pero Luis se defendió diciendo: «Busco la salvación, Padre mìo; búsquela usted también! Su padre intentó disuadirlo enviándolo a las cortes italianas, quizás para que en esos ambientes se distrajera o se enamorase, pero el resultado obtenido fue contraproducente pues Luis confirmó con más vigor su decisión de entrar en la Compañía de Jesús. Así que, en 1585 firmó su renuncia a los títulos y a la herencia a favor de su hermano menor Rodolfo y se fue a Roma. Sólo tenía 17 años.

Una verdadera «joya espiritual»

Entre los jesuitas, Luis se distinguió por su fe siempre entusiasta y por su hábito de intensas penitencias y autocontrol. Sus superiores se dieron cuenta inmediatamente de que Luis era una verdadera y poco común «joya espiritual», tanto que después de su muerte el Superior General, sucesor directo de San Ignacio de Loyola, afirmó que pensaba que Luis se habría salvado de la peste, pues estaba convencido de que el Señor lo habría destinado a ser el guía de la Compañía de Jesús en un futuro. Entre los jesuitas sólo pasó unos pocos años, estudió teología pero no tuvo tiempo para profesar sus votos.

«Como los otros»

Mientras Luis vivía en Roma, varios dramas flagelaban a la ciudad, uno tras de otro: primero la sequía, luego la hambruna, finalmente una epidemia de peste tifoidea. Fiel al lema «Como los otros «, es decir, renunciando a sus nobles orígenes así como los privilegios derivados de su estado de salud, Luis se fue entre los «apestados» para curarlos y ayudarlos, junto a San Camilo De Lellis. Un día, vio a un enfermo abandonado en la calle, a punto de morir: lo cargó sobre sus hombros y lo llevó al hospital de la Consolata. Así es como probablemente se infectó, y unos días más tarde murió en los brazos de sus compañeros, a sólo 23 años de edad. Fue canonizado en 1726 por Benedicto XIII, quien tres años después, lo nombró protector de los estudiantes. Pío XI lo proclamó protector de la juventud católica en 1926; Juan Pablo II lo nombró protector de los enfermos de SIDA en 1991.

«Siempre y en todas mis oraciones pido con alegría por todos ustedes, pensando en la colaboración que prestaron a la difusión del Evangelio, desde el comienzo hasta ahora.» (Fil. 1,4)

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El hablar bien y no hablar mal, es una expresión de la humildad, y la humildad es el rasgo esencial de la Encarnación, en particular del misterio del Nacimiento del Señor, que nos disponemos a celebrar.