…así como esta sangre hierve en cada fiesta, así tambièn que la fe de los napolitanos pueda hervir, reflorecer y afirmarse…» (Pablo VI, Discurso a los peregrinos napolitanos, 1966)
Nacido en Nápoles, o quizás en Benevento, en la segunda mitad del siglo III, Jenaro ya era obispo de la ciudad a la edad de treinta años, donde era amado por los fieles y respetado por los paganos por sus obras de caridad hacia los pobres, entre los que no hacía ninguna distinción. Estamos en el primer período del imperio de Diocleciano, cuando a los cristianos aún se les concedía cierta libertad de culto e incluso se les permitía aspirar a altos cargos civiles. Pero poco después, en el 303, todo cambió y los cristianos se convirtieron en el enemigo por erradicar.
Mártir de la fe
La tradición más acreditada afirma que el episodio que llevó al martirio de Jenaro tuvo lugar a principios del siglo IV, con la reanudación de la persecución contra los cristianos. Durante algún tiempo Jenaro había sido un gran amigo de Sosio, diácono de la ciudad de Miseno. Un día, mientras Sosio leía el Evangelio en la iglesia, Jenaro tuvo una visión: una llama sobre la cabeza de Sosio. La llama era el símbolo del amor ardiente que lo habría conducido al martirio. Jenaro dio gracias al Señor y pidió tener el mismo amor ardiente y el mismo destino. El obispo, por lo tanto, invitó a Sosio a la visita pastoral que planeaba hacer a Pozzuoli, para compartir la vida de la fe; el diácono partió, pero durante el viaje se le acercaron los guardias enviados por Dragoncio, gobernador de Campania, y fue encarcelado. En la cárcel recibió la visita de Jenaro que estaba acompañado por el diácono Festo y el lector Desiderio: los tres trataron de interceder por la liberación de Sosio, pero en respuesta recibieron la injusta sentencia de ser echados como alimento a los osos, los cuatro juntos. La noticia de la inminente y pública condena a muerte, sin embargo, no fue bien recibida por el pueblo y por eso, temiendo una revuelta, el gobernador la cambió en una decapitación «más discreta», lejos de los ojos del pueblo. Por si fuera poco, todavía se añadirá el martirio de Próculo, diácono de la iglesia de Pozzuoli, y de los fieles Eutiques y Acucio que habían criticado públicamente la ejecución.
Otra versión del martirio
Dado que no todas las fuentes antiguas coinciden en los eventos que determinaron el martirio de San Jenaro, se presenta aquí otra hipótesis legendaria de lo que podría haber sucedido. Jenaro iba de camino a Nola: allí el malvado juez Timoteo lo encarceló con la acusación de proselitismo y porque violaba los edictos imperiales. Las torturas infligidas al santo, sin embargo, no afectaron ni a su cuerpo ni a su fe; por lo tanto, Timoteo lo mantuvo encerrado en un horno del que, una vez más, Jenaro salió ileso. Al final fue condenado a ser decapitado en un lugar cerca de la llamada Solfatara. Durante el traslado se encontró con un mendigo que le pidió un trozo de su túnica para conservarlo como reliquia: el santo le respondió que podría quedarse con todo el pañuelo que él se ataría al cuello antes de la ejecución. Antes del desenlace final, sin embargo, Jenaro se llevó un dedo a la garganta que fue cortado por la cuchilla junto con el pañuelo, que hoy es también es guardado como una reliquia.
El milagro de la licuefacción de la sangre
Como era costumbre durante la ejecución de los mártires, también a la muerte de Jenaro una mujer, Eusebia, llegó y recogió en dos ampollas la sangre derramada por el obispo, ya en olor de santidad. Se las entregó al obispo de Nápoles, que hizo construir dos capillas en honor de tales reliquias: s. Gennariello al Vomero y s. Jenaro en Antignano. El cuerpo, en cambio, fue enterrado primero en la campiña marciana, y luego sufrió un primer traslado en el siglo V, cuando el culto al santo ya estaba muy difundido. Jenaro será canonizado por Sixto V en 1586. En cuanto a la reliquia de la sangre, ésta fue expuesta por primera vez en 1305, pero el milagro de que ésta adquiera el estado líquido y parezca que está hirviendo; estado en el que permanece durante la siguiente octava, ocurrió por primera vez el 17 de agosto de 1389, después de una grave hambruna. Hoy el milagro se repite tres veces al año: el primer sábado de mayo, en memoria del primer traslado; el 19 de septiembre, en la memoria litúrgica del santo y la fecha de su martirio; y el 16 de diciembre que conmemora la desastrosa erupción del Vesubio en 1631, bloqueada tras la invocación del santo. Las dos ampollas están guardadas en un estuche de plata querido por Roberto de Anjou, en la Capilla del Tesoro de san Jenaro en la Catedral de Nápoles.