SAN CHARBEL MAKHLU-F, SACERDOTE

«Cada hombre es una llama, creada por nuestro Señor para iluminar al mundo. Todo hombre es una lámpara, que Dios ha hecho para que resplandezca y alumbre».

Youssef Antoun es hijo de campesinos y vive con sus cuatro hermanos en una aldea del Líbano. Su infancia termina temprano: a la edad de tres años muere su padre, pero su madre se vuelve a casar con un hombre piadoso que al final, según la costumbre oriental, llega a ser sacerdote. Para Youssef es una alegría escucharle, así como es una alegría hablar de los dos tíos ermitaños del Valle de los Santos. Para él son superhéroes y le gustaría seguir su ejemplo, pero no puede: tiene que ayudar a su familia, le dicen, y así a los diez años empieza a ser pastor, pero pasa todo su tiempo libre rezando en una gruta, ahora destino de peregrinación y llamada «la cueva del Santo». Hasta esa noche.

«¡Ven y sígueme!»

No era que Youssef no hubiera oído antes al Señor llamarlo a sí, sólo que no quería desobedecer la voluntad de la familia. Aquella noche, sin embargo, la voz del Señor era particularmente clara, insistente… y no puede soportarlo más: se levanta, y sin saludar a nadie, antes de que amaneciese ya estaba en viaje hacia el monasterio de Nuestra Señora de Mayfouq. Era el 1851 y tenía 23 años. En pocos meses se convierte en monje de la Orden Maronita Libanesa y cambia su nombre a Chárbel, que en sirio significa «la historia de Dios». Fue trasladado un par de veces, estudió teología asiduamente y se ocupó de los pobres y los enfermos, en obediencia a las misiones que le fueron confiadas con el paso del tiempo, incluyendo el trabajo en el campo. Pero son la oración y la contemplación, las actividades que él prefiere.

De la gruta de la infancia a la ermita de la vejez

En 1875 el padre Chárbel se sintió preparado para vivir según la Regla de los Ermitaños de la Orden Maronita, que prevé que los monjes se dividan en pequeñas comunidades de máximo tres personas. Para él fue como un segundo nacimiento: podía trabajar, orar, observar la penitencia, el ayuno y el silencio. Los testimonios relatan de un monje celoso, a menudo sorprendido rezando con los brazos abiertos, en una celda muy pobre, que sale sólo para celebrar la Misa o cuando se le ordena expresamente. Hasta ese día, en Navidad. Fue precisamente durante la Misa que Chárbel se siente mal, en el momento de la elevación. Tras una agonía de ocho días en la que los otros monjes lo escucharon rezar y en la que siguió observando la Regla – rechazando, por ejemplo, la comida más nutritiva – murió. Estamos en 1898.

Su muerte: una semilla que da mucho fruto

Pero la muerte, como sabemos, no es el fin. Después de unos meses empiezan a ocurrir prodigios. Muchos monjes juran ver la tumba del fraile Chárbel, de noche, iluminada por una luz antinatural, por lo que un día es abierta y su cuerpo se encuentra intacto, con la temperatura corporal de un ser vivo. Y esto sucederá dos veces más, cuando se abra de nuevo porque el cuerpo exuda una mezcla de sangre y agua. Durante el último reconocimiento, en 1950, su rostro fue impreso en un paño y hubo muchas curaciones instantáneas entre los presentes. La fama de santidad de este pequeño monje silencioso que comienza a ser invocado se difunde y, por su intercesión, se multiplican las curaciones milagrosas. La Iglesia ya no tenía dudas: fue Pablo VI quien lo beatificó y luego lo canonizó. Lo recuerda así: «Él puede hacernos comprender, en un mundo fascinado por la comodidad y la riqueza, el gran valor de la pobreza, la penitencia, el ascetismo, para liberar el alma en su ascensión a Dios». Después de la beatificación, el cuerpo del padre Chárbel ya no exudó.

«El tarro de harina no se agotará ni el frasco de aceite se vaciará, hasta el día en que el Señor haga llover sobre la superficie del suelo» (Rey.17,14)

Lecturas del Domingo XXXII del Tiempo Ordinario (Ciclo 'B', 2024) –  Comunidad Católica Latina en Bangkok

LA HOMILÍA EN LA PARROQUIA

Diego – 17/11/2024

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He recibido una carta de un joven de Ucrania que escribe: “Padre, cuando recuerde nuestros mil días de sufrimiento, recuerde también los mil días de amor, porque solo el amor, la fe y la esperanza dan un verdadero sentido a las heridas”.

Cuando los niños son acogidos, amados, custodiados, tutelados, la familia está sana, la sociedad mejora, el mundo es más humano.

San Agustín decía: «Si amas la unidad, todo lo que en ella es poseído por alguien, ¡lo posees tú también!».