“El odio a la falsedad es inherente al alma; pero todo odio nace del amor, por lo tanto el amor a la verdad está mucho más arraigado en el alma y especialmente en esa verdad para la que fue hecha”.
Nacido en la actual “ciudad que muere” de Bagnoregio, cerca de Viterbo, Juan Fidanza es hijo de un médico. Pronto se dio cuenta de que no quería seguir el camino de su padre; según una leyenda que explicaría también la adopción de su nombre religioso, el factor decisivo habría sido el encuentro con San Francisco de Asís que, de niño, lo habría curado de una grave enfermedad marcándole la frente con la cruz y exclamando: “¡Oh, buena ventura!”. A los 18 años se fue a estudiar a París, donde ingresó en la Orden de los Frailes Menores y terminó sus estudios en 1253, convirtiéndose en magister y obteniendo la licencia para enseñar teología.
Hostilidad hacia las órdenes mendicantes
Mientras tanto, sin embargo, ha estallado una terrible lucha interna entre los maestros seculares y los maestros pertenecientes a las órdenes mendicantes, que durante cierto tiempo no son reconocidos por las universidades. La disputa tiene su origen en la Alta Edad Media, cuando en el siglo XII la Iglesia había condenado inicialmente como herejes a los movimientos religiosos pauperistas, hasta que el Papa Inocencio III los incluyó en el cuerpo eclesial bajo la autoridad directa del Papado. La tensión volvió en el 1254 con la publicación de una obra que profetizaba el advenimiento de una nueva Iglesia fundada única y exclusivamente en la pobreza y que debería haberse materializado en el 1260.
El franciscano Cardenal
Mientras tanto, en 1257, Fray Buenaventura se convirtió en Ministro general de los Hermanos Menores y este nuevo cargo lo obligó a dejar la enseñanza y a viajar por toda Europa. En 1260 escribió una nueva biografía de San Francisco, la Legenda Maior, que sustituyó a todas las biografías existentes y se fijó el objetivo de fortalecer la unidad de la Orden – que ahora tiene treinta mil – amenazada tanto por la corriente espiritual como por las tendencias mundanas.
Giotto se inspiró en esta obra para pintar el ciclo de las Historias de San Francisco. En 1271 regresó a Viterbo y ofreció su contribución a la resolución del famoso cónclave, el más largo de la historia, que finalmente eligió a su amigo: Gregorio X. Fue este Papa quien, dos años más tarde, lo consagró Obispo de Albano y Cardenal encomendándole la tarea de organizar un Concilio en Lyon para la unidad entre las Iglesias latina y griega. Precisamente durante este Concilio, después de dos intervenciones, Buenaventura murió en 1274.
La filosofía al servicio de la teología
En 1588 el Papa Sixto V lo cuenta entre los Doctores de la Iglesia – que en ese momento eran seis – junto a Santo Tomás de Aquino, distinguiéndolos como el Doctor seráfico a Buenaventura y Doctor angélico a Tomás. Su aportación a la doctrina teológica es muy importante: en primer lugar, a partir del pensamiento de San Agustín, expresa la necesidad de subordinar la filosofía a la teología, ya que el objeto de esta última es Dios. La filosofía, por tanto, sólo puede ayudar en la búsqueda humana de Dios devolviendo al hombre a su propia dimensión interior – el alma – que hay que reconducir, precisamente, a Dios.
Además, San Buenaventura sostiene que Cristo es el camino para todas las ciencias y que sólo la Verdad revelada puede fortalecerlas y unirlas hacia la meta perfecta, la única meta que es siempre el conocimiento de Dios. Por lo tanto, el Santo, que defiende la tradición patrística y lucha contra el aristotelismo, llega a la conclusión de que el único conocimiento posible es el contemplativo.
La expresión de la Santísima Trinidad en el mundo
Siempre de derivación agustiniana, es también muy importante la elaboración de la teología trinitaria de San Buenaventura. En la práctica él evidencia que el mundo es una especie de libro en el que emerge la Trinidad de la que fue creado. Dios, pues, uno y trino, está presente como «vestigio», o huella, en todos los seres animados e inanimados; como «imagen» en las criaturas dotadas de intelecto como el hombre; como «similitud» en las criaturas justas y santas, tocadas por la Gracia y animadas por las virtudes de la fe, de la esperanza y de la caridad que las hacen hijas de Dios.