Antonio nació en Sallent, un pequeño pueblo cerca de Barcelona, en 1807, en el seno de una numerosa familia. Fue educado de manera profundamente cristiana y se distinguió inmediatamente por su devoción a la Virgen y a la Eucaristía y, como sucede a menudo en las las familias numerosas, tuvo que ayudar a su sostenimiento: así que se dedicó a la actividad de tejedor junto con su padre. Sin embargo, Antonio ya sabía que su lugar estaba en otra parte.
Encontrar el propio camino
En 1829 finalmente logró entrar en el seminario de Vich. Ordenado sacerdote en 1835, se fue a Roma: su ideal era partir para la misión. Al principio se dirigió a las oficinas de Propaganda Fide, el Departamento o Sección del Vaticano que se encargaba de las misiones, pero allí sólo consiguió hacer un curso de ejercicios espirituales con un jesuita que lo orientó hacia la Compañía de Jesús. Entró al noviciado jesuita, pero debido a una enfermedad, tuvo que volver a España, donde pasó siete años perfeccionandose en la predicación en toda Cataluña y las Islas Canarias, ganándose también una grande reputación de taumaturgo. Antonio tenía también un talento excepcional para el arte de la oratoria y era muy convincente por su testimonio coherente y por su límpida vida ascética: siempre caminaba a pie, como un peregrino, con una Biblia y un breviario en mano. En 1849 decidió fundar una nueva Congregación de misioneros, los Hijos del Inmaculado Corazón de María que consagró a la Virgen. Congregación muy perseguida durante la Guerra Civil Española, ya que de hecho, 271 de ellos murieron como mártires de la fe.
Finalmente en misión: Pastor en Cuba
Su sueño de ir en misión finalmente pudo hacerse realidad: nombrado Arzobispo de Santiago de Cuba – ciudad de la Nueva España que todavía estaba bajo la debilitada corona española – llegó allí en 1851, encontrando una diócesis muy desorganizada por la prolongada ausencia de un pastor: clero pobre y poco preparado, un seminario arruinado, iglesias descuidadas. Inmediatamente se puso manos a la obra: celebró un sínodo diocesano, estableció la obligación de los ejercicios espirituales para los sacerdotes, hizo retornar a los religiosos expulsados del país y, sobre todo, viajó por todo su territorio, visitando incluso los rincones más escondidos. También combatió la injusticia y la pobreza difusas, pero su caridad pastoral que ponía en evidencia los atropellos de los corruptos le atrajo no pocos enemigos: en Holguín fue herido en un atentado a su vida. Con la ayuda de la Venerable María Antonia Paris, en 1855, fundó en Cuba la rama femenina de la Congregación: las Religiosas de María Inmaculada, las Misioneras Claretianas.
Su regreso a Europa y los últimos años
En 1857 la Reina de España llamó Antonio para que regresase a Madrid pues lo quería como su confesor. En aquel entonces, se respiraba ya el clima del declino español, pues sus colonias se estaban independizando y el Segundo Imperio Francés estaba extendiendo su influencia en Africa y Europa. Como los obispos de las colonias todavía seguían dependiendo de la monarquía española, Antonio no pudo hacer otra cosa que obedecer a la Reina. Ligado fuertemente a la corona española, en 1868 Antonio tuvo que acompañar también luego a la Reina en su exilio a París, donde continuó su predicación. En Roma participó luego en el Concilio Vaticano I, y allí defendió la infalibilidad del Papa en materia de fe y costumbres. Finalmente también fue perseguido pero se refugió en el monasterio de Fontfroide, cerca de Narbona, donde murió en 1870. En el rito de la canonización celebrado por Pío XII el 8 de mayo de 1950, el Papa lo recordaba así: «Modesto en apariencia, pero capaz de imponer respeto a los grandes de la tierra; fuerte en carácter, sin embargo, dotado de la suave dulzura de quien ha probado la austeridad y la penitencia; siempre en la presencia de Dios, incluso en medio de una prodigiosa actividad exterior; calumniado y admirado, celebrado y perseguido. Y por encima de tantas maravillas, resalta como luz suave que todo ilumina, su grande devoción a la Madre de Dios».
Esta es una oración para recibir gracias por la intercesión de San Antonio María Claret:
Señor,
que hiciste de San Antonio María Claret, un verdadero Padre,
un celoso apóstol de la gloria de Dios y la salvación de todos los hombres,
concédenos la misma ardiente caridad que inflamó su corazón
para que continuemos con intensidad y eficacia
su trabajo apostólico.
Haz que sus hijos se multipliquen
para expandir el Reino del Señor,
y que en el momento de nuestra muerte
merezcamos ser reconocidos como «fieles servidores» de Cristo y del Evangelio.
Amén.