«Los polluelos de golondrina no hacen más que gritar, buscando ayuda y comida de parte de sus madres. Igualmente, nosotros debemos gritar siempre, pidiendo ayuda a Dios para evitar la muerte del pecado, y para avanzar en su santo amor». Cuando se nace en una familia noble como la de los Ligorio, en una gran ciudad como Nápoles, en un siglo tan importante como el de la Ilustración y se es el primero de ocho hijos, se está ciertamente destinado a hacer algo importante. Así que, como buen augurio, los padres bautizaron a su primogénito como Alfonso, que significa valiente y noble. Y nadie como él estará a la altura de ese nombre.
Un abogado de sólo 16 años
Confiado a los mejores tutores de la ciudad, Alfonso demostró inmediatamente sus extraordinarias cualidades: a los 12 años hizo el examen de admisión a la universidad, a la Facultad de leyes, ante el filósofo Giambattista Vico, a los 16 ya ejercía como abogado. Rápidamente se convirtió en el mejor de la ciudad, con la merecida reputación de no perder ni un solo caso. Pero el Señor tendrá otros planes para él, que nació en una familia de ocho hijos, algunos de los cuales fueron particularmente tocados por la gracia de la consagración religiosa y sacerdotal. En efecto, dos de sus hermanas serán monjas; otro hermano será benedictino y otro hermano más será sacerdote secular. De este contexto de nobleza del que provienía Alfonso, ambiente mezclado con tantas gracias espirituales familiares, se intuye ya que Dios llamará también a Alfonso a vivir algo mucho mejor que la sola nobleza humana.
De la ley humana a la ley de la libertad divina
Durante su trabajo como abogado Alfonso se ocupó de lo que hoy llamamos «voluntariado», en particular en el hospital de Nápoles donde visitaba a los enfermos. Poco a poco esa generosa actividad lo cautivó más y más, así que decidió dejar la abogacía y dedicarse a los más pobres del Señor. En 1726 se convirtió en sacerdote y dedicó todo su ministerio a los más humilldes y necesitados, que en la Nápoles del siglo XVIII eran tantísimos. Su actividad como predicador y confesor fue intensa, y también cultivó el sueño de irse en misión a Oriente.
Convertirse en pastor entre los pastores: el nacimiento de la Congregación
En 1730, durante un descanso forzado en las montañas de la ciudad de Amalfi, Alfonso conversaba con algunos pastores y se dio cuenta de la gravedad de su abandono humano, cultural y religioso. Este descubrimiento lo impresionó tanto que decidió dejar Nápoles para retirarse al eremitorio benedictino de Villa degli Schiavi, cerca de Caserta, donde fundó la Congregación del Santísimo Salvador, que será aprobada por Benedicto XIV en 1749 y tomará entonces su actual nombre de Congregación del Santísimo Redentor. Su misión consistiría en una predicación marcada por la sencillez apostólica y a favor de la educación de los más abandonados. Alfonso tomó su ejemplo de las Capillas Serotinas, es decir, grupos dirigidos por colaboradores del Santo, tanto laicos como seminaristas, dedicados a la evangelización de los muchachos de la calle: una experiencia que en Nápoles tuvo tanto éxito que alcanzó la cuota de 30.000 inscritos. Más tarde, a los sacerdotes redentoristas se les unirán las monjas redentoristas: la rama femenina de la Congregación que se fundará en Amalfi.
Obispo en Sant’Agata dei Goti
A Alfonso le apasionaba enseñar y predicar utilizando métodos innovadores como la música que estudió de niño: fue el autor de la famosa composición de «Bajas de las estrellas», infaltable canción en las celebraciones de la Santa Navidad. También se ocupó con mucho interès de las cuestiones de la moral: entre las muchas obras que escribió la más importante es ciertamente la «Teología moral» en varios volúmenes. En tal obra que sigue siendo estudiada aún en nuestros días, Alfonso se ocupó de temas como la virginidad perpetua de María y la infalibilidad del Papa; temas que la Iglesia misma profundizará y en su momento las incluirá en el acervo de la doctrina dogmática, o sea en la doctrina oficial de la Iglesia que ha sido calificada como doctrina segura en cuanto que es creída por toda la Iglesia. En 1762, a la venerable edad de 66 años, Alfonso fue nombrado también obispo de Sant’Agata dei Goti, en Benevento, cargo que abandonó 15 años después por problemas de salud que lo llevaron a la muerte en 1787. Canonizado en 1839, san Alfonso María de Ligorio fue proclamado Doctor de la Iglesia por Pío IX en 1871, mientras que en 1950 Pío XII le dio el título de «Protector celestial de todos los confesores y moralistas».