Beato Monseñor Oscar Romero, Mártir

ESTE SÁBADO EL PAPA FRANCISCO BEATIFICA A MONSEÑOR OSCAR ROMERO, MÁRTIR.

Monseñor Óscar Arnulfo Romero, símbolo de una Iglesia cercana a los pobres, será beatificado el sábado, aunque los salvadoreños ya lo arropan como un santo al que rezan por un país más justo y lo recuerdan en murales, estatuas y hasta llaveros.
Monseñor Romero será proclamado beato en una multitudinaria ceremonia en la plaza Salvador del Mundo de la capital salvadoreña.

«Monseñor Romero fue un hombre extraordinario, preocupado por su rebaño y es un ejemplo claro al mundo de un pastor que vivió y que sufrió junto a los más pobres», reseñó monseñor Jesús Delgado, quien fue secretario personal de Romero.

El 23 de marzo de 1980, monseñor Romero en una homilía hizo un vehemente llamamiento a los soldados a desobedecer órdenes de disparar contra el pueblo: «Les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios, cese la represión».

Un día después del emotivo llamamiento, un francotirador de la extrema derecha le disparo en el pecho cuando oficiaba la misa ante en la capilla del hospital para cancerosos La Divina Providencia, en el norte de la capital.

El 30 de marzo, la multitud que acudió a su funeral fue dispersada a balazos por soldados que dejaron numerosos muertos.

El magnicidio de Romero, fue el detonante de una guerra civil que duró doce años (1980-1992) y dejó 75.000 muertos.

– Su vida y la iglesia –
Romero nació el 15 de agosto de 1917 en Ciudad Barrios, un pueblo cafetalero en el departamento de San Miguel, a 156 kilómetros al noreste de San Salvador.

Su vida religiosa comenzó en 1931, cuando ingresó al seminario menor de San Miguel, donde fue conocido como ‘El niño de la flauta’, por el pequeño instrumento de bambú que heredó de su padre.

En 1937, fue aceptado en el seminario mayor San José de la Montaña, en San Salvador, y siete meses más tarde, viajó a estudiar teología en Roma, donde presenció las calamidades de la Segunda Guerra Mundial y fue ordenado sacerdote el 4 de abril de 1942.

El 21 de junio de 1970, fue nombrado obispo auxiliar de la capital y, más tarde, obispo de Santiago de María, Usulután, el 15 de octubre de 1974, en momentos que comenzaba la represión contra campesinos organizados.

Conocido entonces por su postura conservadora, Romero fue ungido arzobispo el 23 de febrero de 1977, a sus 59 años.

En marzo de 1977, el asesinato de su amigo el sacerdote Rutilio Grande, junto a dos campesinos, transformó a Romero, quien hizo de la denuncia su bandera. Por las denuncias que transmitía por la radio católica YSAX y el semanario Orientación, Romero llegó a ser conocido como ‘La voz de los sin voz’.

– Sencillo y admirado –
Muchos salvadoreños lo recuerdan como un hombre sencillo, que disfrutaba de fotografiar escenas de la vida cotidiana. «Era sencillo, le gustaba el contacto directo con la gente. Me dolió su muerte, pues es de los pocos que he conocido que vivió íntegramente el Evangelio», recuerda el artesano de la madera Fernando Llort, quien conoció personalmente a monseñor Romero.

Llort recuerda que Romero visitó varias veces su taller en la ciudad de La Palma, a 86 kilómetros al norte de San Salvador y en una ocasión le pidió que le hiciera un báculo para usar en las misas.

Otros que quizás no lo conocieron en vida visitan a diario la cripta de Romero, en el sótano de la Catedral, donde los fieles se arrodillan, depositan flores, prenden velas y le rezan para pedir mejores tiempos en el país. Uno de tales visitantes, don Guadalupe Navarro, un albañil de 77 años devoto del pastor rememoró: «el día que lo mataron, lloré, perdíamos la esperanza de cambios en el país, pero hoy vemos una luz y esa luz es nuestro San Romero, nunca van a callar la voz de un santo».

Hoy, la imagen de Romero se multiplica en estatuas, murales, camisas, llaveros, y tazas con su rostro que se venden en las calles.

La causa para canonizar a Romero se abrió en la Iglesia Católica local en 1994 y en Roma en 1997. En abril de 2013, el papa Francisco desbloqueó el proceso y el 3 de febrero de 2015 firmó el decreto que reconoce a Romero como mártir de la iglesia.

A Monseñor Romero le tocó vivir una época de creciente y enfrentada violencia en El Salvador. Con el Poder Ejecutivo y el resto de las instituciones estatales controladas por un partido aliado al Ejército, con dos elecciones fraudulentas en 1972 y 1976, con un país con varios años de crecimiento económico ininterrumpido que no hacía sino dejar más patentes las diferencias sociales y con unas organizaciones populares revolucionarias en auge, Monseñor Romero comienza su pastoreo de la arquidiócesis de San Salvador en tiempos recios y difíciles. Poco después de su toma de posesión fue asesinado el primer sacerdote de una larga lista, el P. Rutilio Grande, por su apoyo a los campesinos de la parroquia rural en la que trabajaba.

Ante la violencia institucionalizada, Monseñor Romero tenía que hablar, analizar y proponer. Para él los conflictos tenían una triple base. La idolatría de la riqueza sumía a las mayorías salvadoreñas en una pobreza injusta, violenta en sí misma y fuente de otras violencias. La idolatría de la seguridad nacional, además de que «institucionaliza la inseguridad de los individuos», impedía la participación popular en los mecanismos democráticos que podrían ofrecer posibilidades de cambio social.

Y la idolatría de la organización supeditaba valores de personas a valores grupales hasta extremos contrarios a la dignidad de la persona humana. Sobre este último punto añadía que si bien la organización de los pobres es buena, deben evitarse estilos organizativos que no tengan en cuenta los valores personales o procedan despóticamente contra sus miembros.

Frente a esta realidad, Monseñor Romero proponía justicia, diálogo, participación, reparto de la riqueza, escuchar los justos clamores del pueblo… Y todo desde un diáfano pacifismo. La única violencia que admitía era «la violencia del amor, la de la fraternidad, la que quiere convertir las armas en hoces para el trabajo». De hecho, no hubo familia, estuviera en el bando que estuviera, que solicitara ayuda y no recibiera una palabra de apoyo o de mediación, si ésta última era posible, de parte de Monseñor Romero. Desde los sectores populares que pedían libertad de expresión y manifestación, hasta miembros de familias poderosas que acudían al obispo cuando sus parientes eran secuestrados.

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