Hace falta reconocerse necesitado. Abrir el corazón es el primer paso para descubrir que la pobreza puede ser lugar de riqueza, y la ceguera, espacio para una luz nueva. Jesucristo abre los ojos a los ciegos: es el final de la esclavitud y el comienzo de la liberación.
Él devuelve la dignidad. Basta que un hombre lo acepte y levante la cabeza para que aquello que lo encadenaba pierda su fuerza y deje de degradarlo.
En cada curación y en cada milagro, Jesús le recuerda al mundo que Él hace nuevas todas las cosas. Y lo hace con gestos simples, con la fuerza humilde del amor que derrota al egoísmo y a la maldad.
Como los ciegos del evangelio, que no pudieron callar lo que Dios hizo con ellos, tampoco el discípulo puede guardar silencio cuando es tocado por la misericordia. La alegría de saberse amado y sanado empuja a anunciar las maravillas que Dios realiza en sus hijos.




