La certeza de la resurrección alimenta nuestra esperanza diaria. Nos da motivos profundos para transformar el mundo según el sueño de Dios: justicia, dignidad, fraternidad. El cristiano no vive anestesiado esperando el cielo; vive con los pies en la tierra, luchando para que todos tengan vida. La Iglesia, que camina hacia la casa del Padre, toma en serio la historia y se pone al servicio de todos.
Creemos en la Vida con mayúscula. Y por esa fe cultivamos una escala distinta de valores: amamos, luchamos, buscamos la alegría verdadera, rechazamos la mediocridad, defendemos todo lo justo y humano. La esperanza en la vida eterna nos compromete más, no menos.
La fe en la resurrección da sentido a nuestra vida presente. Ya ahora comenzamos esa “vida plena” que un día será total en Dios. En esta responsabilidad diaria —en amar, en servir, en construir fraternidad— se juega la mayor prueba de que creemos seriamente en la vida eterna.



