El Reino no se anuncia por catástrofes ni por signos en el cielo, sino por la transformación silenciosa del corazón humano. Es el hombre mismo, con su compromiso, quien define el tiempo del Reino cuando decide vivir la justicia, la misericordia y la fidelidad en lo cotidiano.
Cristo no esperó un “día extraordinario”; vivió cada día como su “día de fidelidad”. Allí, en lo pequeño y en lo humano, fue dejando que el amor de Dios se hiciera historia.
El Reino de Dios es real, cercano, y respira en los gestos concretos del amor. Allí donde un hombre o una mujer se dejan tocar por Dios y luchan por la justicia, donde la fe se hace compasión, donde la vida se abre a los demás, allí el Reino ha comenzado ya.
Porque el Reino no viene de fuera: nace dentro, como una semilla del Espíritu que transforma la tierra desde el corazón.




