El discípulo de Jesús no se mueve por el interés ni por la recompensa. Ama sin esperar, da sin medir, sirve sin mirar a quién. Esa gratuidad nace de haber experimentado la misericordia de un Dios que nos amó primero, sin condiciones.
Sólo quien se deja alcanzar por ese amor puede convertirse en signo vivo del Dios bueno, que “hace salir el sol sobre justos e injustos”.
El verdadero premio no está en el reconocimiento ni en la devolución humana, sino en el abrazo del Padre, única recompensa que no se pierde.
El Reino de Dios comienza cuando la mesa se abre para todos, cuando el amor deja de calcular, y cuando el servicio gratuito se vuelve el rostro visible de un Dios que siempre se sienta junto al último.



