Dios escucha solo la oración que nace del fondo del alma, la que no tiene máscara. La salvación no se compra ni se gana: se recibe. Solo quien se vacía de sí puede llenarse de Dios.
La Iglesia de los discípulos misioneros debe ser, entonces, la casa de los pobres, el lugar de los que saben que necesitan perdón. No una vitrina de méritos, sino un taller de misericordia. Una comunidad que se arrodilla, no para adorar su pureza, sino para agradecer la ternura que la levanta.
Porque solo el que se sabe pequeño puede ser grande a los ojos de Dios.
Solo el que reconoce su pecado puede ser abrazado.
Solo el que se deja mirar con compasión puede volver a casa justificado.
El publicano fue escuchado porque no tenía nada que ofrecer, salvo su verdad.
Y en esa verdad, Dios lo hizo nuevo.



