La paciencia de Dios es más grande que nuestra impaciencia. Nosotros queremos soluciones rápidas, frutos inmediatos, milagros instantáneos. Pero el Reino crece lentamente, como semilla en la tierra. El fruto llega cuando el corazón se deja trabajar.
Dios sigue viniendo a nuestro encuentro, una y otra vez, buscando en nosotros los frutos de su amor. Su paciencia no es pasiva: es esperanza activa, confianza en que todavía podemos cambiar, que aún es tiempo —kairós— de convertirnos al amor.
Hoy, ante un mundo herido por la violencia, la indiferencia y la injusticia, la voz de Jesús resuena fuerte y tierna:
“No juzguen, conviértanse. No teman, todavía hay tiempo para florecer.”



