Hoy, en un mundo herido por el egoísmo y la indiferencia, estamos llamados a ser signos vivos del Reino: a construir justicia donde abunda la injusticia, a sembrar comunión donde reina la división, a sanar con amor donde el odio ha dejado heridas, a crear espacios de paz en medio de las guerras y las ruinas, y a reavivar la fe y la esperanza en un mundo marcado por la desconfianza. Allí donde muchos ven oscuridad, el discípulo de Jesús está llamado a encender una luz; allí donde todo parece roto, a tender la mano y reconstruir; allí donde el miedo paraliza, a dar testimonio de la fuerza del amor que no pasa.
La unidad es el rostro visible de la Iglesia que quiere hacer creíble el Evangelio. Somos un solo cuerpo, llamados a una misma esperanza.



