Jesús, con esta respuesta, rompe los límites de la tradición: no es la pertenencia a un pueblo, una sangre o una práctica religiosa la que garantiza la salvación. Para el proyecto de la nueva humanidad, Jesús convoca una comunidad en la que la verdadera pertenencia nace del corazón que acoge la Palabra y la hace vida.
Por eso, el discipulado no se mide por los actos externos de piedad, sino por la coherencia entre lo que escuchamos y lo que vivimos.
El Reino se mide por frutos: por la justicia que sembramos, por la verdad que sostenemos y por el amor que hacemos visible en nuestras acciones cotidianas.