Jesús abrazó libremente el dolor hasta la muerte, no como un castigo, sino para transformarlo en camino de encuentro con el Padre. Una y otra vez olvidamos que Él vino a redimirnos del pecado, y no se redime lo que no se asume. Por eso cargó sobre sí nuestros sufrimientos, y por sus llagas hemos sido curados.
El verdadero camino de liberación pasa por dejarnos perdonar, por reconocer que somos amados hasta el extremo por un Dios que entrega la vida por nosotros. Ahí está la sabiduría cristiana: en reconocer la inmensidad del Amor de Dios y, al mismo tiempo, nuestra pequeñez. Esa humildad abre la puerta de la verdadera libertad.