El sembrador no es ansioso, no fuerza la semilla ni castiga la tierra. Su alegría está en sembrar, no en controlar resultados. Siembra siempre con libertad de corazón, con esperanza y confianza.
La Palabra de Dios nunca pasa en vano. Germina de formas misteriosas, más allá de lo que vemos y entendemos. A Dios le corresponde dar el fruto, en el tiempo y el modo que Él disponga. A nosotros nos toca dejarnos sembrar, abrirnos como tierra buena, y a nuestra vez sembrar con responsabilidad, amor y generosidad, sabiendo que todo lo que se entrega con fe no se pierde jamás.
La verdadera profecía del sembrador es ésta: creer que, aun en medio de espinas y piedras, la semilla del Reino ya contiene la vida nueva que transformará el mundo.



