Los hombres buscaban construir la felicidad con recetas humanas, pero Dios irrumpe para abrir un horizonte nuevo. Jesús proclama bienaventurados a los pobres de espíritu, y sobre esta bienaventuranza se sostienen todas las demás. El pobre, libre de falsas seguridades, recibe el Reino como un don. Él sabe que el alimento verdadero no está en el dinero, en el poder ni en la violencia, sino en la Palabra de Dios, en la justicia y en el amor. El pobre es capaz de compadecerse ante el sufrimiento del mundo, de abrir caminos de esperanza, de reconocer que su única riqueza es Dios, aun a costa de ser incomprendido o burlado.
Las bienaventuranzas y los lamentos dibujan ante nosotros dos caminos: el de la vida y el de la muerte. No hay término medio. Quien no camina hacia la vida, se dirige a la muerte; quien no sigue la luz, se pierde en las tinieblas.