Fidelidad no es conservar, fidelidad es fructificar. No se trata de guardar prolijamente un patrimonio, ni de vivir de recuerdos. La vida cristiana se vuelve infiel cuando esconde la Palabra bajo el peso de las costumbres, de los hábitos vacíos, de un control excesivo y estéril. La Palabra es viva: solo existe cuando se anuncia, cuando se renueva, cuando se deja respirar en la historia.
La Iglesia también corre el riesgo de ser infiel: cuando ya no es grito profético ni deseo que engendra vida; cuando deja que el miedo paralice la búsqueda; cuando olvida la novedad del Evangelio y se acomoda en estructuras muertas; cuando la justicia, la reconciliación, la paz y el amor quedan reducidos a palabras sin alma. No hay mayor error que enterrar el talento, como si fuera una reliquia y no un tesoro para multiplicar.



