Nuestra vigilancia suele ser un muro de defensa. Nos protegemos tanto que dejamos de sorprendernos. Cerramos las puertas al amigo que llega sin aviso, tememos lo que no controlamos, y así nos perdemos la alegría de la novedad de Dios. Pero el Señor entra como ladrón en la noche: irrumpe donde menos lo esperamos, sacude nuestras seguridades y nos abre a lo nuevo de su Reino.
La vida cristiana no es descanso cómodo ni rutina repetida: es vigilia ardiente en el amor, es espera activa en la conversión, es disponibilidad para el servicio. Velar es vivir con los ojos abiertos, con el corazón en llamas, con los pies dispuestos a caminar hacia el hermano que necesita.
            
				


