Jesús enseña que lo imposible para nosotros es posible para Dios. Sólo su gracia puede abrir el corazón, liberarlo del apego y hacerlo capaz de soltar seguridades para abrazar la vida nueva. Por eso, el seguimiento auténtico no se apoya en tronos ni privilegios, sino en el don de la gratuidad y en la libertad que viene del Espíritu.
El verdadero discípulo no acumula, sino que se vacía para ser llenado por Dios; no especula, sino que se entrega; no busca privilegios, sino que abre caminos de misericordia y justicia. La pobreza evangélica no es miseria, sino libertad: manos despojadas que se convierten en manos solidarias, un corazón que se abre al don de Dios y al clamor de los pobres.