La pobreza evangélica no es solo justicia social ni simple ascetismo: es un acto de fe y de amor. Es apostar por las bienaventuranzas como código de vida. No somos dueños de la vida, sino administradores. La recibimos de Dios y debemos ponerla al servicio del Reino, lo que significa ponerla al servicio de todos.
Quien entiende que la vida no es un paseo, recibe estas palabras de Jesús como un llamado a no perder la alegría de servir y a no apartarse del camino. Dios nos pide tomar conciencia de los dones que nos ha dado y ponerlos al servicio de los demás. Si vivimos sin miedo, abiertos a la esperanza, con corazón pobre y en vigilancia, podremos dejar un mundo mejor que el que recibimos, una verdadera casa de Dios. Y cuando el Señor venga, nos encontrará como servidores fieles y verdaderos.