Jesús no propone la destrucción del ser humano, sino su transformación. A través de entrega, nos ofrece una vida más plena, más verdadera, más fecunda. Una vida capaz de atravesar el dolor sin perder la esperanza, de enfrentar la oscuridad con la luz del amor.
Nuestra esperanza no está fuera del dolor, sino en medio del dolor asumido por amor.
Las acciones humanas, cuando brotan del amor y se ofrecen con generosidad, adquieren peso eterno. Solo esa lógica —la de Jesús— asegura que nuestra vida presente tenga un valor que atraviese el tiempo y toque lo eterno.
Así, el futuro prometido —el Reino— se anticipa en la vida del discípulo que se une al Maestro, no solo en sus palabras, sino en su entrega. Porque quien se identifica con Cristo y comparte su suerte, comienza ya a gustar la vida nueva.




