Esta parábola es una revelación de la misericordia sin límites de Dios. Si hubiera querido extirpar el mal de raíz, también habría tenido que destruir una parte de nosotros. Porque muchas veces, lo mejor y lo peor de nosotros están entrelazados. Dios ve el conjunto. Nosotros solo vemos fragmentos. Y por eso Jesús nos pide paciencia, una paciencia que nace de la fe.
El Reino no crece a base de fuerza ni de pureza artificial. Requiere ojos nuevos, capaces de ver el bien que aún subsiste en los pecadores, de reconocer la chispa divina en quienes parecen lejos. Nos llama a colaborar, no desde el juicio, sino desde la compasión.