La vida misma de Jesús es el gran signo. Su compasión, su entrega, su cruz y su resurrección son la señal definitiva del amor de Dios. No hay gesto más poderoso que un amor que se entrega hasta el extremo, que vence la muerte y regala vida a quien lo recibe.
Solo un corazón abierto, como el de los paganos que escucharon a Jonás, puede reconocer en Jesús el paso salvador de Dios. Porque los milagros más grandes no se ven con los ojos, se descubren con el corazón que se deja convertir. Jesús no busca convencer con prodigios, sino con su presencia viva, que transforma desde dentro. Él es el signo. Él es la señal. Él es Dios con nosotros.



