La paz que nos ofrece Jesús no es un simple bienestar ni una tranquilidad pasajera: es fruto de su profunda unión con el Padre. Esa paz nace del amor, y ese amor brota de una fe viva que guarda su Palabra. Quien cree, hace de su corazón morada de Dios, y solo el Espíritu Santo puede enseñarnos a vivir esa paz en lo concreto de cada día. No es una paz ya hecha, sino una tarea común que se construye enfrentando las dificultades con fuerza interior.
Jesús, al despedirse, nos deja este don y promete al Defensor para guiarnos. Su paz se hace vida cuando nuestras decisiones y relaciones están guiadas por su Espíritu. La paz verdadera exige justicia, verdad, diálogo, perdón y fraternidad. No oculta los problemas, sino que los transforma desde dentro. Solo Jesús puede darnos esta paz que renueva el corazón y la humanidad. Él es nuestra paz.