Jesús nos dejó un mandamiento nuevo: “Ámense como yo los he amado”.
No es solo amar… es amar como Él: sin condiciones, sin límites, sin esperar nada a cambio. Un amor gratuito, generoso, audaz y universal. Este amor rompe barreras, va más allá de lo que sentimos y se extiende incluso a quienes nos cuesta querer. Jesús no nos amó porque fuéramos buenos. Nos amó primero, y su amor nos transformó.
Ese es el corazón del amor cristiano: no se trata de merecerlo, sino de recibirlo y dejarnos cambiar por él. Amar así es una forma de vivir. Es una decisión cotidiana, sostenida por la gracia del Espíritu. Por eso la Pascua sella este estilo de amor: un amor más fuerte que la muerte. No se ama a “la humanidad” en abstracto. El amor cristiano es cercano, concreto, encarnado. Tiene nombres, rostros, historias. Ser discípulo de Jesús no es cuestión de saber más, ni de cumplir más normas. Es vivir amando como hemos sido amados. Saberme amado por Dios y expresar ese amor con mi vida. Esa es nuestra identidad: ser Iglesia de la Pascua, comunidad transformada por el amor recibido… y transformadora por el amor que entrega.