El hijo pródigo nos representa a todos cuando tomamos la herencia de Dios —lo que somos y tenemos— y vivimos a nuestro antojo, como si Él no existiera. También podemos vernos reflejados en el hermano mayor, que se cree justo, pero en realidad necesita tanto perdón como el otro. Su dureza hacia su hermano nos recuerda nuestra propia falta de misericordia con quienes consideramos pecadores: delincuentes, prostitutas o personas de vida desordenada. Nos creemos mejores solo porque nuestras faltas no son tan visibles.
Pero Dios actúa de otra manera. Nos ama no por lo que hacemos, sino porque somos sus hijos. No porque seamos buenos, sino porque Él es bueno. Su amor es el único capaz de transformar nuestra vida, liberarnos del pecado y animarnos a seguir el bien.