Dios no ha elegido el camino de los milagros para implantar la justicia, la bondad y el amor solidario en el mundo. La nueva realidad que Él quiere construir requiere su gracia, sí, pero también el asentimiento y el compromiso de cada persona y de toda la humanidad.
Dios se deja encontrar por los sencillos, por aquellos que no han reducido su imagen a sus propias ideas y expectativas, por quienes están abiertos a descubrirlo siempre nuevo y sorprendente. Dios no es algo; Él es Alguien que entra en nuestra vida de manera inesperada, rompiendo esquemas, desafiando seguridades y colocándonos siempre ante la decisión de la fe.
Por eso, acoger a Cristo no es un privilegio reservado a una raza o una nación, sino una invitación para todos los que sepan reconocer sus signos y llamadas, que suelen manifestarse en lo cotidiano: en una viuda necesitada de ayuda, en un enfermo marginado. Y para poder reconocerlo, necesitamos estar sedientos del Dios que da la vida.